No se llora por el fútbol
Somos muchos los que pertenecemos al grupo de seguidores cuyo estado de ánimo se rige por la victoria y la derrota de su equipo, de la misma manera en que las mareas son dictadas por la luna
Un día cualquiera de la semana pasada, sobre las once de la mañana, una chica sentada enfrente de mí en un vagón del metro de Madrid se puso a llorar. Primero intentó ocultar las lágrimas agachando la cabeza, como encogiéndose hacía sí misma, hasta que la contención resultó del todo imposible. Le temblaba la mandíbula. Le costaba hasta respirar. En un momento alzó la vista, empapada en lágrimas, y se disculpó. Le respondí que no tenía por qué pedir perdón, faltaría más, que llorase lo que necesitase. Y me quedé pensando sobre por qué llorar en público nos sigue pareciendo algo merecedor de una...
Un día cualquiera de la semana pasada, sobre las once de la mañana, una chica sentada enfrente de mí en un vagón del metro de Madrid se puso a llorar. Primero intentó ocultar las lágrimas agachando la cabeza, como encogiéndose hacía sí misma, hasta que la contención resultó del todo imposible. Le temblaba la mandíbula. Le costaba hasta respirar. En un momento alzó la vista, empapada en lágrimas, y se disculpó. Le respondí que no tenía por qué pedir perdón, faltaría más, que llorase lo que necesitase. Y me quedé pensando sobre por qué llorar en público nos sigue pareciendo algo merecedor de una disculpa, cuando jamás pediríamos perdón por reír delante de otras personas.
Cuando lloras en público sientes la apremiante necesidad de recuperarte. Para ya, por favor. Compórtate. Estás llamando la atención de la gente. Es preferible mantener el nudo en la garganta durante horas, embotellar el llanto y consumirlo en casa, a solas y con discreción. Parece que el adulto funcional es el que más emociones puede reprimir de forma simultanea.
Quizá de los pocos lugares en los que las lágrimas se convierten en un asunto global y escapan de la intimidad que se les presupone son los estadios, o cualquier espacio en el que varias personas se reúnen para ver un mismo partido de importancia. En un partido las lágrimas son comunales, parte natural del culto. Sin embargo, las lágrimas por el fútbol no se entienden lejos del ecosistema en el que se producen. Es bastante frecuente escuchar eso de “No vale la pena llorar por el fútbol”, “Llorar por once tipos dándole golpes a una pelota, qué absurdez, con la de cosas importantes que hay en la vida”, “¿De verdad lloras por algo que no te da de comer”. Enrique Ballester lo recoge en su libro que lleva ese mismo nombre, El fútbol no te da de comer (Libros del Ko). “¿Qué pasa? ¿Que solo podemos estar tristes por aquello que nos dé dinero? ¿En serio?”, se pregunta.
“Todas las veces que lloré por el fútbol” podría ser el título de otra novela. Justo la pasada semana se cumplieron cuatro años de la última vez que yo lloré por mi equipo, el Celta de Vigo. Fue el 30 de marzo del 2019. Un Celta-Villarreal. Resultado, 3-2. Aquel partido regresó Iago Aspas tras varios meses de lesión y volvió a un Celta esquilado, en puestos de descenso. El Villarreal era entonces rival directo en la siempre penosa labor de la supervivencia. Comenzamos perdiendo 0-2, pero Aspas despejó el drama iniciando la remontada y terminándola. Las cámaras le enfocaron saliendo del campo con los ojos inyectados en un manto grana. Creo que aquel día lloró medio Balaídos. Y posiblemente del conjunto de lágrimas nació la permanencia, como una especie de ritual religioso de inmersión.
Somos muchos los que pertenecemos al grupo de seguidores cuyo estado de ánimo se rige por la victoria y la derrota de su equipo, de la misma manera en que las mareas son dictadas por la luna. En ese sentido, a priori, se producen dos tipos de llantina en un estadio: el de felicidad y el de tristeza. Sugeriría que este último representa el propósito original de llorar, aunque el primero es bastante más satisfactorio. Digo a priori porque, en realidad, las lágrimas por un partido importante suelen ir mucho más allá de un resultado. Tal vez dos filas por delante ese chico llore por la victoria, pero también por recordar a su padre. Quizá, cuatro asientos hacia atrás, ella llore porque le gustaría estar abrazando a su ex pareja en ese momento, dónde estará viendo el partido y sobre todo con quién. O quizá, a la derecha, ese otro señor llore como catarsis tras varios meses de dolor y pérdida.
En un estadio se llora por lo mismo y también por lo diferente. El fútbol, a fin de cuentas, no es un sustituto de la vida, es parte de ella.
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