Fútbol y comunidad
Los gestores del deporte, obsesionados con acercarse a los jóvenes, olvidan que su verdadera esencia es la colectividad presencial
¿Por qué me gusta tanto el fútbol? ¿Por qué me obsesiona hasta la locura el bote de un balón? ¿Por qué me fascinan los colores de las camisetas, los himnos en la megafonía, el rugir de la hinchada jubilosa? ¿Por qué me eriza la piel el sonido de la bota golpeando el cuero?
Muchas veces me paro a pensar e intento responder a estas preguntas y no consigo articular una respuesta. Entonces, recuerdo. Recuerdo y me veo con diez años, asomado a la ventanilla del asiento trasero del coche de aitite, mi abuelo materno, subiendo el alto de Artxanda, mirador privilegiado desde el que se divisa to...
¿Por qué me gusta tanto el fútbol? ¿Por qué me obsesiona hasta la locura el bote de un balón? ¿Por qué me fascinan los colores de las camisetas, los himnos en la megafonía, el rugir de la hinchada jubilosa? ¿Por qué me eriza la piel el sonido de la bota golpeando el cuero?
Muchas veces me paro a pensar e intento responder a estas preguntas y no consigo articular una respuesta. Entonces, recuerdo. Recuerdo y me veo con diez años, asomado a la ventanilla del asiento trasero del coche de aitite, mi abuelo materno, subiendo el alto de Artxanda, mirador privilegiado desde el que se divisa todo Bilbao. Son las cuatro de una tarde de invierno. Acabamos de comer en familia y aitite nos ha ofrecido a mi primo y a mí ir con él a San Mamés, cuyos focos encendidos ya a esa hora acotan el espacio sagrado donde una hora más tarde rodará el balón. Desde el alto, lo observamos fascinados. San Mamés es un destello de luz en la ciudad gris y oscura. Un milagro de domingo. En la radio se abren los inalámbricos del resto de los estadios, recordándonos que la misma escena se repite en todas las ciudades al mismo tiempo, en las que ríos de hinchas peregrinan hacia sus respectivos templos en búsqueda del gol.
En San Mamés nos recibía el murmullo de la multitud, el olor a césped mojado y humo de puro. En la grada, escuchando las conversaciones de mis mayores, aprendí que el hincha es un ser sufriente, que entiende las alegrías como una excepcionalidad y que anticipar la victoria antes de que ruede el balón es de mal fario. Apretujados en nuestro asiento corrido, miles éramos uno durante noventa minutos más el descanso, en una ceremonia que finalizaba cuando el árbitro pitaba tres veces y señalaba con ambas manos el túnel de vestuarios. De regreso, desde el alto de Artxanda volvía a buscar San Mamés, pero apagados los focos, ahora todo volvía a ser normal, oscuro.
Cuando intento comprender por qué me gusta tanto el fútbol, recuerdo esos momentos. Creo que cada vez que he acudido al estadio ha sido ansiando volver a sentir lo que entonces: ser parte de un todo. El escritor norteamericano Bill Buford supo del valor del fútbol como espectáculo viendo un Cambridge-Millwall de la FA Cup 89/90 que terminó con empate a cero goles y se resolvió en la prórroga con un autogol luego de un error clamoroso de un defensa visitante.
En el “pequeño y desangelado” Abbey Stadium, Buford, que ansiaba entender las razones de la pasión de los ingleses por el balón, tuvo una epifanía. Aquello nada tenía que ver con la estética. Comprendió que el valor del fútbol se sustenta en dos pilares: la improbabilidad del gol y la experiencia del estadio. Las gradas, escribió, “ofrecen la experiencia de la multitud […]con mayor intensidad que en cualquier otro momento de la vida”. Para él, un natural de Lousiana, hijo de la sociedad más individualista del mundo, el fútbol era sinónimo de comunidad.
Los gestores del fútbol parecen obsesionados con acercarse a los jóvenes a golpe de hashtag, plástico y engagement, olvidando que la verdadera esencia de este deporte es la colectividad presencial. Para la clase obrera británica el fútbol es su ópera, los estadios sus museos. Allí las cuatro de la tarde del sábado sigue siendo un momento sagrado. ¿Qué tienen sus clubes de segunda, tercera, cuarta división para para que las gradas se muestren llenas de vida? Que siguen siendo un lugar de encuentro. ¿Qué tienen para sus hinchas sus estadios que no tengan los de los megaclubes? Oh, es una obviedad: proximidad geográfica.
Horarios y precios razonables. Eso hará que el fútbol real perviva, que los jóvenes se enganchen. ¿A cuántos partidos puede ir un chico de diez años de hoy con su padre al estadio, aquí que los partidos son tantas veces desterrados a la clandestinidad de la noche? Roto el vínculo con la grada, nada queda.
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