Eternamente jóvenes
Coleccionando cromos se aprendían lecciones vitales sobre el esfuerzo, la paciencia e incluso el amor
Se aprendían muchas lecciones importantes para la vida coleccionando cromos. La primera, eso que ahora los cursis llaman “la cultura del esfuerzo”, es decir, ser consciente de que lo bueno lleva su tiempo, su proceso. La segunda -que también parece de Paulo Coelho- es que a veces lo mejor es eso, el proceso. La tercera -y ya vamos por el repipi de Jerry Maguire- tenía mucho que ver con el amor: somos seres complementarios, otro tiene lo que tú necesitas. En aquellas primeras aproximaciones a la ley de la oferta y la demand...
Se aprendían muchas lecciones importantes para la vida coleccionando cromos. La primera, eso que ahora los cursis llaman “la cultura del esfuerzo”, es decir, ser consciente de que lo bueno lleva su tiempo, su proceso. La segunda -que también parece de Paulo Coelho- es que a veces lo mejor es eso, el proceso. La tercera -y ya vamos por el repipi de Jerry Maguire- tenía mucho que ver con el amor: somos seres complementarios, otro tiene lo que tú necesitas. En aquellas primeras aproximaciones a la ley de la oferta y la demanda, un jugador de equipo de mitad de la tabla, incluso de los que salen en el minuto 85, cuando el partido está resuelto, podía revalorizarse exponencialmente en el patio de un colegio: no iba a ser Pichichi, pero era uno de los cromos que te faltaban y eso lo convertía en objeto de deseo. Cada sobre, igual que cada persona, era un misterio, una oportunidad.
Ya entonces había, sin embargo, quien buscaba absurdos atajos que destruían todo lo anterior, como comprar la colección entera de golpe, pagando una millonada. Esos mismos padres que instruían a su prole en la competencia desleal solían hacer también los deberes de manualidades de sus hijos provocando una primera huella de erosión en el sistema de meritocracia. Pensando, probablemente, que los ayudaban, estaban, en realidad, construyendo listillos, que no listos, con todas las distorsiones que eso iba a provocar en el futuro en el mercado laboral, en la vida sentimental, en la seguridad vial. Aquellos niños que no tenían que ahorrar para los sobres y no intercambiaban cromos en el patio serían, ya adultos, seres impacientes que se preocuparían más por el enchufe que por el currículum; antes por el físico que por la personalidad y jamás pondrían el intermitente para ayudar a los que vienen detrás.
Coleccionar cromos enseñaba a enfrentarse al mundo con lo que uno tiene, deseando mejorar, pero sin obsesionarse. Nunca se completaba el álbum y no pasaba nada, la temporada de liga siguiente, lo volvías a intentar. De alguna manera, aquellas melés de cabecitas y manos rapidísimas en el patio – “sipa, nopa, sile-nole”, según el dialecto de cada centro escolar- favorecían la autoestima, la convivencia y la celebración de la diferencia: da igual cómo seas, eres el cromo que otro está buscando.
Las pantallas y la inmediatez de las redes sociales arrinconaron a los cromos y al romanticismo, hiriéndolo de gravedad. La pandemia y el cierre de quioscos hurgaron en la herida abierta. El sector se alimenta hoy, fundamentalmente, de nostalgia y argentinos, que cuando quieren pueden ser tan intensos como Coelho y Maguire juntos. Con ocasión del reciente Mundial de fútbol de Qatar, el Gobierno de Argentina tuvo que intervenir ante la escasez de cromos -que allí se llaman figuritas- las colas eternas y los precios disparatados que alcanzaban en el mercado negro. El secretario de Comercio de la Casa Rosada se reunió con Panini y las partes interesadas “para buscar soluciones” ante aquel problema de Estado. Por esas fechas se hizo viral el vídeo de una niña y un músico en un concierto callejero en Buenos Aires. Antes de que empezara a tocar, la pequeña se acercó al cantante y le pidió que abrieran juntos un sobre. Mateo Sujanovich, del grupo Conociendo Rusia, va compartiendo los hallazgos: “De la selección de Alemania”-suenan abucheos-; “Bueno, este es de Camerún” -risas-… “¡Es Messi!”, anuncia entonces emocionada la niña. “¡Messi!”, grita con todas sus fuerzas Sujanovich mientras el público enloquece.
Hace unos años tuve la suerte de conocer a Marcos Vales, exfutbolista del Dépor, el Sporting -ya le he perdonado-, del Zaragoza, del Sevilla, del Mallorca y campeón de Europa con la selección sub-21. Debutó en primera división en marzo de 1993, cuando yo tenía 11, y aunque hoy se dedica a otras cosas -se licenció en Derecho y dirección de empresas y ahora trabaja en un despacho de asesoría jurídica y fiscal- cuando se lo presento a alguien a mí me hace una ilusión bárbara -él pasa mucha vergüenza- recordar que “tiene su propio cromo”. Dicen que te haces mayor en el momento justo en que sobrepasas la edad de los futbolistas. Probablemente, yo tuve algún día en la mano la figurita de Marcos y lo defendí en el patio. Ahora bailamos. Seremos eternamente jóvenes.
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