Un nanosegundo en el metaverso de Wembley
La felicidad es un contragolpe que casi siempre llega en el peor momento. Lo aprendimos en Atenas con las cabalgadas de Boban y Savicevic, que liquidaron el Dream Team
Sabías que la cosa iba en serio cuando veías aparecer el jamón bueno en la mesa de centro. No hacían falta pistas de ese tipo aquella tarde, pero mi padre echó el resto con el aperitivo el 20 de mayo de 1992. Era también el día de su cumpleaños. Y la recta final de un año en el que empezaba a quedar claro que no terminaríamos de pie ningún curso. El sol entraba violentamente por la ventana anunciando el comienzo del verano y Cruyff, en manga corta y unas Rayban de madero, asomaba por el césped de Wembley como el que sale al balcón a ver si la ropa se ha secado. No había mayor felicidad, pero y...
Sabías que la cosa iba en serio cuando veías aparecer el jamón bueno en la mesa de centro. No hacían falta pistas de ese tipo aquella tarde, pero mi padre echó el resto con el aperitivo el 20 de mayo de 1992. Era también el día de su cumpleaños. Y la recta final de un año en el que empezaba a quedar claro que no terminaríamos de pie ningún curso. El sol entraba violentamente por la ventana anunciando el comienzo del verano y Cruyff, en manga corta y unas Rayban de madero, asomaba por el césped de Wembley como el que sale al balcón a ver si la ropa se ha secado. No había mayor felicidad, pero yo no podía dejar de mirar la mochila y pensar en las notas del último semestre, una bomba de racimo que amenazaba con mandarlo todo al garete. Fuera como fuera la final contra la Sampdoria, ya ningún momento iba a ser bueno para sacar el tema.
—¿Qué tal el colegio?
—Perfecto.
Apretamos los dientes hasta la prórroga y cuando Koeman empezó a correr hacia el balón, cerré los ojos y recé para que Pagliuca se la comiese y aquello fuera el único recuerdo familiar de aquel día. Al final, mayo de 1992 fue uno de los mejores meses de mi vida. Y también una suerte de bisiesto veraniego, un agujero negro en el expediente escolar. Nadie vio. Nadie volvió a preguntar. Circulen.
La felicidad es un nanosegundo en el metaverso, un contragolpe que casi siempre llega en el peor momento. Lo aprendimos justo un año después en Atenas con las cabalgadas de Boban y Savicevic que nos abrieron en canal y liquidaron el Dream Team. Nos pasa a todos. Solo hay que ver ahora en Roma a Giorgia Meloni: toda una vida imaginando el discurso de la victoria y le toca darlo el día que el mundo se hace pedazos. A veces es mejor perder. O no pedir el balón cuando el defensa central te está mirando.
En los periódicos cuentan aquí estos días que Francesco Totti llevaba años con Noemi, un calco de su esposa diez años más joven. Y que ella, la vedette Ilary Blasi, alternaba con su entrenador del gimnasio, un tipo con tan poca gracia como Il Capitano, 30 kilos de músculos más en los brazos y una incontrolable pasión por… ¡la Lazio! Lo sabía media ciudad. Pero a nadie, ni siquiera a los temibles paparazzi, le importó mirar hacia otro lado para mantener el orden sagrado del gran relato de amor romano. La mentira, en dosis homeopáticas, es saludable. Revisar la historia, especialmente cuando uno tiene la sala de trofeos llena de bisutería robada durante años, casi nunca trae nada bueno. “¡La verdad está sobrevalorada!”, debió de gritar Pol van Boekel cuando se tragó la mano Dumfries en San Siro esta semana desde la sala del VAR, emperador supremo de la cultura tecnológica de la cancelación.
Aquel mayo, en lo que respecta a nuestra familia, fue demasiado feliz para mancillar el recuerdo con un puñado de ceros en un cuadernito escolar, aunque se tratase del récord occidental de suspensos. Mi padre sabía de sobra que las notas estaban en la mochila, se lo había anunciado por teléfono aquella tutora con voz de pito. Me lo contó semanas más tarde, sin darle importancia. Porque funciona así: uno sabe que el otro sabe, pero nadie dice nada. Al fin y al cabo, ya vendrían perores resultados. Nos sucedió durante años con tantas pequeñas mentiras que permitieron avanzar, hacer la vista gorda, sin hacernos demasiado daño. Desviar la vista un nanosegundo hacia el metaverso para seguir con el jamón del bueno.
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