Carlos Alcaraz, la bestia tiene prisa
El futuro ha aterrizado esta semana en Flushing Meadows y el tenista murciano se ha subido encima
Hay una belleza muy delicada en el tenis que consiste en ver a los grandes jugadores adaptándose a su nuevo cuerpo, no aquel que le llevó a la gloria a los 21 años, sino el que le mantiene allí quince años después. Saber cuál es el punto en el que hay que vaciarse, el golpe en el que dejar el aire que le queda, elegir el esprint que merece la pena, el primer saque con el que romper la pelota e intentar un ace. Físicos de élite desgastados por una vida entera dentro de la pista, como leones viejos que mantienen a salvo los colmillos, pero a los que les empiezan a fallar los reflejos y la...
Hay una belleza muy delicada en el tenis que consiste en ver a los grandes jugadores adaptándose a su nuevo cuerpo, no aquel que le llevó a la gloria a los 21 años, sino el que le mantiene allí quince años después. Saber cuál es el punto en el que hay que vaciarse, el golpe en el que dejar el aire que le queda, elegir el esprint que merece la pena, el primer saque con el que romper la pelota e intentar un ace. Físicos de élite desgastados por una vida entera dentro de la pista, como leones viejos que mantienen a salvo los colmillos, pero a los que les empiezan a fallar los reflejos y las piernas. Es la vida pasando facturas acumuladas mientras ellos (Nadal, Djokovic, Federer) prorrogan los plazos: lo que su cuerpo se ha dejado atrás, lo ha ganado una inteligencia endiablada que no evita que, poco a poco, los dedos vayan soltándose del último barrote del balcón.
Carlos Alcaraz está, sin embargo, en edad de descubrirse a sí mismo. Tiene poderes que todavía desconoce, golpes que no sabe aún que puede dar, esprints que cree imposibles. Lo que se ve no es lo que hay: hay más. Alcaraz está en ese momento de la vida en que uno todavía no sabe de lo que es capaz, aunque lo intuye y con esa intuición le basta para arreglar los desaguisados provocados por la inexperiencia. Es agresivo, tiene prisa, cada punto es el último de su vida; se mete dentro de la pista a la menor oportunidad para sacudir la bola y aparecer en la red como un cobrador funesto, y a veces le salen tan bien las cosas, de una forma tan pura y salvaje, que colecciona en cada partido puntos inverosímiles que se hacen virales y a los que responde, tras ejecutarlos, levantando la barbilla y extendiendo los brazos, en plan “qué os ha parecido esa”, en el único momento para la galería que se concede este discípulo de la cortesía y austeridad emocional de Rafa Nadal.
Hay muchísimo de adolescencia y desbarre de Alcaraz en la pista. Muchas amenazas de tempestad con la derecha que terminan siendo una dejada, mucho globo, mucho correcalles; mucho espectáculo. Es el niño creciendo mientras gana; es el jugador que todavía cree, y cree bien, que la fantasía le puede sacar de muchos líos. Lleva desde los 14 años oyendo que será el próximo Nadal, como si a un niño se le pudiese decir que será el siguiente mejor jugador de la historia sin que se le bloqueen los músculos; ganada esa batalla psicológica, cualquier bola de partido en contra le parecerá una broma. Un vistazo a su hemeroteca es como el vistazo vía dron a un tsunami: pequeñas olas rapidísimas que van creciendo desde 2015 hasta llegar a la costa en 2022, antes de tiempo y de altura inalcanzable. Cuando tenía 12 años dijo que su ídolo era Roger Federer y que su sueño era ganar Roland Garros y Wimbledon. Su ídolo ha cambiado, al menos públicamente, pero su juego no: sigue siendo una especie de Federer si Federer, el más elegante tenista que ha existido nunca y un ganador descontrolado, siguiese entrenando al lado de casa, entre su gente y bajo su sol: un juego clásico e hipnótico que desconcierta por su brutalidad a veces, por su suavidad otras, por su sorpresa siempre. Desde hace dos años su nombre va ligado al futuro: para cuándo Alcaraz. Alcaraz es ya, el futuro ha aterrizado esta semana en Flushing Meadows y él se ha subido encima como a un dragón.
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