No fue un sueño

Barcelona 92 sería hoy una quimera, pero su ejemplo nos recuerda que somos capaces de construir una sociedad imperfecta pero abierta, mestiza, tolerante y orientada al futuro

Carlos Ferrer Salat, presidente del Comité Olímpico Español; Josep Miquel Abad, consejero delegado del comité organizador COOB; Narcís Serra, vicepresidente del Gobierno; Jordi Pujol, presidente de la Generalitat de Cataluña; Pasqual Maragall, alcalde de Barcelona y presidente del COOB; y Juan Antonio Samaranch, presidente del Comité Olímpico Internacional, reman juntos a bordo de la barca 'Mare Nostrum' en el puerto de Barcelona, reunidos por EL PAÍS en 1992.Agusti Carbonell

Algunos que tuvimos la fortuna de disfrutar de los Juegos de Barcelona 92 —en mi caso como reportero de EL PAÍS— andamos estos días de aniversario con un sentimiento raro, entre nostalgia e irritación. Como la pregunta que suelen/solemos hacernos para conmemoraciones o artículos como este es ¿por qué salieron tan bien aquellos Juegos?, inmediatamente salta implacable otra cuestión: ¿sería posible llevar hoy a buen puerto, 30 años después, una empresa semejante? No. Barcelona 92 sería hoy una quimera.

Ningun...

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Algunos que tuvimos la fortuna de disfrutar de los Juegos de Barcelona 92 —en mi caso como reportero de EL PAÍS— andamos estos días de aniversario con un sentimiento raro, entre nostalgia e irritación. Como la pregunta que suelen/solemos hacernos para conmemoraciones o artículos como este es ¿por qué salieron tan bien aquellos Juegos?, inmediatamente salta implacable otra cuestión: ¿sería posible llevar hoy a buen puerto, 30 años después, una empresa semejante? No. Barcelona 92 sería hoy una quimera.

Ninguna de las 23 ciudades que han albergado una cita olímpica de verano la han aprovechado como Barcelona para transformarse y abrirse al mundo. Aquellos 16 días de competición (más los paralímpicos) y los años previos de preparación (Barcelona fue elegida el 16 de octubre de 1986) desembocaron en una inédita sintonía entre instituciones y ciudadanía hasta alcanzar el entusiasmo que todos recuerdan.

Los 35.000 voluntarios elegidos (más de 100.000 se inscribieron) fueron la materialización humana de logros extraordinarios: los propios Juegos, el alumbramiento de una nueva Barcelona, el impulso al deporte español y, en definitiva, la apertura al mundo de un país con sus defectos, pero alentado por un ideal de convivencia mestiza y abierta.

¿Queda algo de aquello? ¿Se podría alcanzar semejante hazaña en estos días agrios y españoles, de política pequeña, disenso permanente, populismo y polarización? ¿Cómo pensar en Barcelona 92 sin hacer una mueca si apenas unas semanas atrás hemos sido incapaces no ya de lograr la organización de los Juegos de Invierno de 2030 sino ni siquiera de presentar una candidatura conjunta entre Cataluña y Aragón?

Consuela, al menos, la evidente progresión del deporte español: antes de Barcelona la media de medallas en cada una de las 16 citas de verano celebradas con presencia española era de 1,6; a partir de los 22 metales del 92, la media es de 16,7. Bien.

Conviene recordar que casi ninguno de los éxitos de Barcelona estaba garantizado. En ningún sitio estaba escrito que la celebración iba a tener tanto impacto (acudieron personalidades como Nelson Mandela), que la competición tendría el nivel que tuvo (solo en atletismo se batieron tres récords del mundo y dos olímpicos, además del histórico estreno olímpico del Dream Team de Michael Jordan), que los deportistas españoles iban a brillar como nunca, que la ciudad iba a transformarse de arriba abajo y que incluso los políticos iban a comportarse ante el ejemplo al mundo de una ciudadanía enamorada.

Juan Antonio Samaranch, presidente del Comité Olímpico Internacional, y el presidente del Congreso Nacional Africano, Nelson Mandela, el 24 de julio de 1992 en Barcelona. ALBERT OLIVÉ (EFE)

Más bien al contrario. Sobre la cita barcelonesa pesaban no pocas amenazas. La primera y más preocupante era ETA, cuya irrupción en los Juegos se daba por inevitable ante el escaparate que suponía la cita olímpica. Pero ETA entendió que participar hubiese sido el inicio de su fin, como cinco años más tarde lo fue el asesinato de Miguel Ángel Blanco.

El propio modelo de los Juegos generaba anticuerpos: ciudades organizadoras endeudadas por décadas, dopaje (el velocista Ben Johnson en Seúl 88 o las sospechas sobre los equipos del Este y China) o las corruptelas de un COI de aristócratas de dudoso mérito, caciques locales y amantes de los sobornos.

El olimpismo, hasta Barcelona, sufrió boicots políticos, terribles ataques terroristas y circunstancias ajenas al espíritu del Barón de Coubertin. Los de Barcelona fueron los primeros Juegos sin vetos desde Múnich 72, Alemania concurrió como Estado unificado por primera vez desde 1964, Sudáfrica regresó a unos Juegos tras ser vetada en siete ocasiones por su régimen racista e incluso los atletas de la antigua Yugoslavia acudieron como independientes pese a la guerra en los Balcanes.

La finalización de las obras preocupaba, así como la capacidad organizadora de una ciudad que inauguró su Estadio en 1929 y esperó 63 años para lucirlo. El pistoletazo de salida de la Copa del Mundo de Atletismo en 1989 en dicho recinto, prueba de fuego previa a los Juegos para comprobar que todo iba bien, desató todas las alarmas. Acudieron los reyes Juan Carlos y Sofía, el príncipe Felipe, el presidente de la Generalitat, Jordi Pujol, además del alcalde de Barcelona, Pasqual Maragall, y algunos ministros. El diluvio que cayó durante la ceremonia y en días anteriores destapó goteras como puños y otras graves deficiencias. La imagen al mundo fue penosa, agravada por los pitidos contra el Rey de grupos independentistas que, comandados por los hijos de Pujol, lanzaron la campaña Freedom for Catalunya.

Un momento del espectáculo 'Mediterráneo' de La Fura dels Baus en la ceremonia de inauguración de los Juegos Olímpicos de Barcelona 1992.Joan Sánchez

Tampoco la política local era un oasis. El nacionalismo hegemónico de CiU en las instituciones torpedeaba cualquier iniciativa de Barcelona y su área metropolitana (el Parlament, de mayoría convergente, desmanteló en 1987 la Corporación Metropolitana de Barcelona, agrupación de los 26 municipios de la Gran Barcelona, creada en 1974). A la Generalitat le provocaba úlcera el contrapoder rojo de los municipios obreros (dos tercios de la población catalana). Para colmo, la alcaldía de Barcelona estaba en manos de un Pasqual Maragall carismático y el Gobierno del Estado, en las de Felipe González, su AVE y su Expo.

No, no todo conspiraba a favor de Barcelona. La famosa foto de portada de Agustí Carbonell en EL PAÍS del 25 de julio de 1992, con Carlos Ferrer Salat (presidente del COE), Narcís Serra (vicepresidente del Gobierno), Pasqual Maragall (alcalde), Josep Miquel Abad (consejero delegado del Comité Organizador), Jordi Pujol (presidente de la Generalitat) y Juan Antonio Samaranch (presidente del COI) remando en una inestable barca en el Puerto Olímpico fue fruto del esfuerzo, brillantez y voluntad de muchos. Aquella barquita sobrecargada, manejada por inexpertos remeros con traje y corbata surcando, con riesgo de zozobra, las aguas de la Barcelona cosmopolita fue el símbolo de aquel milagro.

En esa foto jugó un gran papel —otro más— Juan Antonio Samaranch. “Sube, Jordi, sube”, le dijo Samaranch a Jordi Pujol rodeándole con el brazo ante las dudas del político nacionalista. Pujol subió. Ahora, los líderes independentistas suelen ausentarse en los actos de Estado en Cataluña, sean en el agua o en tierra firme.

El desganado reconocimiento que tiene hoy en día Barcelona 92 en las instituciones catalanas es consecuencia del procés. Todo lo vinculado a la hazaña olímpica tiene demasiado de español, sea lo que sea eso, como para superar el cedazo independentista, sea este de izquierdas o de derechas. Para ello aprovechan la figura de Samaranch, cuyo pasado franquista se antepone a sus méritos como presidente del COI. También el Barça tuvo presidentes falangistas y ahí está. Sin Samaranch, Barcelona 92 no habría sido posible.

Los Juegos fueron un gran éxito. Los aguafiestas no contaban con que la primera medalla llegara el segundo día de competición. Fue oro, en el velódromo, y se la colgó un ciclista chiclanero, José Manuel Moreno.

Al día siguiente llegó otra, también oro: el nadador Martín López Zubero. Y así hasta las 22 totales, con jornadas irrepetibles como el 8 de agosto con el oro de Fermín Cacho en el 1.500 y el de la selección de fútbol en la final del Camp Nou ante Polonia (3-2). Nunca se vieron tantas banderas españolas en Can Barça. De 16 días de Juegos, en solo tres el medallero español quedó vacío.

El nadador español Martín López Zubero seca sus lágrimas en el podio de las piscinas Picornell, durante la ceremonia de entrega de su medalla de oro en la categoría de 200 metros espalda, el 28 de julio de 1992.Beharkis

El escepticismo se volvió euforia. TVE, que había relegado la fiesta olímpica a La 2, rectificó y la llevó a su primera cadena.

En su artículo de EL PAÍS del 25 de julio de 1992, Joaquín Estefanía, director del periódico, escribió: “La demostración palpable de la universalidad de los Juegos solo se conseguirá dentro de 15 días, cuando los mismos hayan acabado y se pueda hacer esa cuenta de resultados intangible que indicará si hemos avanzado o retrocedido en la convivencia de los pueblos”.

Se avanzó. La sociedad que hizo posible Barcelona 92 existió, por más que algunos se hayan empeñado, con éxito, en destrozarla. Era abierta, cosmopolita, mestiza y alegre, como las canciones de Los Manolos. “Ojalá una Cataluña futura se reconozca ahí de nuevo”, deseó hace unos días Ignasi Guardans, político y jurista que militó en Convergència i Unió.

Ojalá.

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