El ‘Dream Team’, el simbolismo de una cima
En Barcelona 92, por primera vez en la historia de la cita olímpica, Estados Unidos acudió al torneo de baloncesto con los jugadores profesionales
“Era como viajar con 12 estrellas de rock. O como juntar a Elvis y los Beatles”, recordaba en su día Chuck Daly, seleccionador estadounidense de baloncesto masculino durante los inolvidables Juegos Olímpicos de Barcelona (1992), sobre el impacto mediático del grupo humano que tenía a su disposición. Daly, lúcido como pocos, fue siempre consciente de que en sus manos no tenía solo a un equipo de baloncesto.
Aquellas dos semanas, entre finales de julio e inicios de agosto, servirían como punto de inflexión para el deporte de la canasta, que hipnotizó al planeta —abrazando la globalización...
“Era como viajar con 12 estrellas de rock. O como juntar a Elvis y los Beatles”, recordaba en su día Chuck Daly, seleccionador estadounidense de baloncesto masculino durante los inolvidables Juegos Olímpicos de Barcelona (1992), sobre el impacto mediático del grupo humano que tenía a su disposición. Daly, lúcido como pocos, fue siempre consciente de que en sus manos no tenía solo a un equipo de baloncesto.
Aquellas dos semanas, entre finales de julio e inicios de agosto, servirían como punto de inflexión para el deporte de la canasta, que hipnotizó al planeta —abrazando la globalización— de la mano de un cóctel perfecto entre lo divino y lo humano. Entre el asombro y lo tangible. Barcelona disfrutaría de la ciencia-ficción del combinado estadounidense, pero el mundo al completo quedó hechizado por su simbolismo.
El Dream Team, como proféticamente le bautizó la revista Sports Illustrated en febrero de 1991, conquistó el oro sin oposición, ganando sus ocho partidos por una media de 43,8 puntos de diferencia. No venció nunca por menos de 32 y superó los 117 tantos de anotación por encuentro. Daly, de hecho, no solicitó un solo tiempo muerto durante todo el campeonato. La suficiencia fue absoluta y, sin embargo, tan solo reveló la parte visible del iceberg. Porque, efectivamente, aquello no era solo un equipo de baloncesto. No se trataba únicamente de una máquina de pulverizar rivales y divertir a aficionados hambrientos de espectáculo. En lo deportivo y lo afectivo eran imbatibles. Pero había más.
El estreno de la NBA
Su misión consistía, sobre todo, en aprovechar un marco privilegiado para recuperar su posición de poder y dominio dentro de su deporte pudiendo, en segunda instancia, convencer a esos aficionados —en la práctica, al mundo entero— de que nunca más podrían vivir sin esa adrenalina. Los seductores tentáculos de la NBA llegaban para quedarse.
Por primera vez en la historia de la cita olímpica, Estados Unidos acudió al torneo de baloncesto con los jugadores profesionales de su gran liga. No era casual, la realeza de la vieja Europa había sacado los colores de los inventores del juego. Sus combinados de universitarios venían de caer en semifinales en los anteriores dos grandes torneos (ante la URSS en los Juegos de Seúl, en 1988; y ante Yugoslavia en el Mundial, dos años después), reflejo de una realidad cambiante que clínicamente reconocía ya entonces el técnico Mike Krzyzewski, asistente de Daly en Barcelona. “Con nuestros jóvenes ya no es suficiente. Enfrente hay equipos de hombres”, expuso Krzyzewski.
Borislav Stankovic, secretario general de la FIBA, perseguía, desde mediados de los ochenta, a Estados Unidos para que compitiera en plenitud de condiciones. Y encontró en David Stern, comisionado de la NBA, el aliado perfecto para ejecutar una idea que acabó materializándose, tras votación previa, en abril de 1989. Se abrieron las puertas a un nuevo mundo.
Stern tenía entonces bastante con lidiar de forma interna con una competición que bajo su mando estaba levantando el vuelo, pero su portentoso olfato para el negocio le llevó a unirse a Stankovic en aquella iniciativa. El motivo era sencillo: para la NBA aquella era una grandiosa oportunidad de mercado.
Y lo era, sobre todo, porque contaba con tres protagonistas incomparables: Michael Jordan, Earvin Magic Johnson y Larry Bird. Ellos representaban, a la perfección, lo que más y mejor podía encandilar. El gran tesoro que exponer. Jordan, unánimemente el mejor jugador del mundo y que atravesaba el momento más dulce de su carrera, era lo más parecido a un extraterrestre que el juego podía ofrecer. Y, a la vez, un icono comercial de máxima dimensión.
Positivo por VIH
Magic y Bird, aunque lejos de su plenitud deportiva (el primero se había retirado el año anterior tras su positivo por VIH y el segundo, con la espalda maltrecha, dejaría el baloncesto tras la cita olímpica), añadían —por si fuera poco— un componente emocional irresistible. Ambos simbolizaban la gloria de las dinastías de Lakers y Celtics, la rivalidad que ya había atrapado a parte de su generación, junto a un estilo fascinante que elevaba técnica e inteligencia a la enésima potencia.
De hecho, que Magic luciese el dorsal 15 —el último en ser presentado cada partido—, no era arbitrario: los estadounidenses guardaban para el final al hombre de la eterna sonrisa, el que mayor simpatía natural despertaba entre el aficionado. Sería, por cierto, también el propio Magic el que convenciese a Bird —camino entonces de los 36 años— para unirse al equipo, a través de una enfermiza insistencia telefónica, según revelaba el periodista Jack McCallum en su fantástica obra Dream Team (2012). Su tozudez estaba justificada: aquel equipo —no exento de polémica en su formación, sobre todo por el veto de Jordan a Isiah Thomas, estrella de los Bad Boys de Detroit, por las cuentas pendientes entre ambos— lograría trascender su propia era.
Sobre la cancha esos hombres eran dioses. Deportistas por encima del bien y del mal. Elegidos al margen incluso de la villa olímpica, hospedados en el recién inaugurado hotel Ambassador y protegidos allí por una legión de profesionales a su servicio. Sin embargo, fuera de la pista parecían, con alguna excepción propia de su condición —como las constantes salidas de Jordan para jugar al golf en el club El Prat—, mortales de a pie.
Así, ver a John Stockton pasear por Las Ramblas —cámara en mano— con total normalidad y sin ser reconocido, dibujaba la paradoja perfecta de aquella mezcla. La de un equipo tan inalcanzable como para guardarse por siempre en la retina de millones de personas pero, a la vez, tan accesible como para interiorizar que, en cualquier momento, podías encontrarte con aquellos ídolos sin previo aviso. Con el Dream Team todo parecía posible y bajo ese poder, el del subconsciente, edificaron un reinado eterno.
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