El inmortal
De manera simbólica, murió en un tiempo de estadios vacíos. Hoy, el fútbol sin gente recuerda con mayor fuerza a quien alguna vez llenó las gradas escalonadas hacia el cielo
Hace años entré a un taxi de Buenos Aires convertido en una capilla rodante. En todas partes había fotos de Diego Armando Maradona. De manera lógica, hablamos de la deidad que presidía ese altar. “Ni mi mujer ni mis novias ni mis hijos ni mis amigos me han dado tanta felicidad como Diego”, exclamó el conductor, señalando su nuca, tatuada con el canónico número 10.
La más tempestuosa hinchada del planeta encontró un ídolo a su medida en el Pelusa, el hijo pródigo de la barriada de Villa Fiorito que lograría a...
Regístrate gratis para seguir leyendo
Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
Hace años entré a un taxi de Buenos Aires convertido en una capilla rodante. En todas partes había fotos de Diego Armando Maradona. De manera lógica, hablamos de la deidad que presidía ese altar. “Ni mi mujer ni mis novias ni mis hijos ni mis amigos me han dado tanta felicidad como Diego”, exclamó el conductor, señalando su nuca, tatuada con el canónico número 10.
La más tempestuosa hinchada del planeta encontró un ídolo a su medida en el Pelusa, el hijo pródigo de la barriada de Villa Fiorito que lograría algo más que ser el mejor futbolista del mundo: triunfar contra todo pronóstico. Sus principales hazañas dependieron del raro estímulo de no parecer posibles.
Capaz de dominar una mandarina como si se tratara de un balón, Diego ejerció el virtuosismo en los potreros y los estadios. Pero no se consagró por esa magia. Pocos han tenido su habilidad para el regate, pero su temple mítico se forjó en la adversidad e incluso en la paranoia. Las malas noticias hacían que lograra lo inaudito.
En 1986, llegó al Mundial de México con pocas posibilidades de alzar la copa. La selección entrenada por Bilardo había sido muy cuestionada en la fase eliminatoria. En ese ámbito hostil, Diego mostró la peculiar fibra de los héroes. El dramatismo era su aperitivo. Antes de cada enfrentamiento, el zurdo con mayor presión en el mundo dormía la profunda siesta de los inocentes.
En México generó la impresión de que cualquier otro equipo hubiera sido campeón con él en punta. Diego representaba La Diferencia. Lo mismo sucedió en su paso por el Nápoles, que llevaba más de medio siglo sin conseguir el scudetto. Los defensas italianos lo convirtieron en la persona más pateada de la historia y también eso le sirvió de estímulo.
Con todo, su principal prodigio fue intangible: el liderazgo en la cancha. Amante de la desmesura, llegó al bastión de la ópera para entonar el aria de los que rompen sus cadenas. El estadio San Paolo vio a Espartaco en la cancha. A diferencia de tantos astros que se desentienden de los otros, Diego ejerció un contagio misterioso. Todos jugaban mejor porque él estaba en el campo.
Es concebible pensar que en 1970 Brasil podría haber conquistado el Mundial sin Pelé. Imposible pensar lo mismo de Argentina en 1986.
Estuve en el Estadio Azteca cuando Diego anotó contra Inglaterra el mejor gol ilegal y el mejor gol legal en la historia de los Mundiales. Para un aficionado, es difícil encontrar otro día que rivalice con ese. Después del partido, el Pelusa mostró con picardía otra de sus cualidades, la capacidad de crear mitologías exprés. Interrogado sobre el manotazo que terminó en las redes de Inglaterra, dijo: “Fue la mano de Dios”.
Apoya la elaboración de noticias como ésta, suscríbete 30 días por 1€ a EL PAÍS
Hazlo aquíLa turbulenta y contradictoria vida de Diego al margen de las canchas lo convirtió en uno de los principales exponentes del melodrama latinoamericano. Una y otra vez lloró ante las cámaras, arrepintiéndose de sus errores. Ninguna otra figura pública ha aceptado tantas veces haberla cagado. La FIFA se aprovechó de su adicción para perjudicarlo por sus críticas a la mafia de los dirigentes y los medios lo convirtieron en una presa acorralada. En medio de ese torbellino, formuló otra frase esencial: “La pelota no se mancha”. Discípulo accidental de san Agustín, se asomó al infierno para entender que el jardín de los goles era el paraíso. Ahí fue el más entregado de los compañeros. Cuando el veterano Ricardo Bochini entró a la cancha en el Mundial de México en los últimos minutos de un partido para que probara el sabor de la gloria, Diego le pasó el balón diciendo: “Tenga, maestro”.
Humilde en la hierba, pecó de todas las soberbias lejos de ella y fue espectacular en sus caídas, mostrando un repertorio emocional digno de Puccini.
De manera simbólica, murió en un tiempo de estadios vacíos. Hoy, el fútbol sin gente recuerda con mayor fuerza a quien alguna vez llenó las gradas escalonadas hacia el cielo.
Endiosado por los suyos, no perdió ninguna oportunidad de saberse vulnerable. Acaso su destino estaba previsto en un cuento de Borges. El protagonista de El inmortal bebe agua de un río arenoso que concede la vida eterna. Esta gracia le depara una existencia donde todo se reitera sin sobresalto. Al cabo de un tiempo entiende que la auténtica dicha depende de la fugacidad. Convencido de que sólo lo precario puede ser atesorado, busca otro río que conceda la muerte.
En su retiro, Maradona quiso hacerse daño de tantas formas que se convirtió en anunciante ideal de una compañía de seguros. La manera de convivir con su personaje consistía en tratar de aniquilarlo. Vivió sus últimos años como los minutos de compensación que concede el árbitro, hasta llegar a los tres silbidos que ninguno de nosotros quería oír.
Ya inmortal, Diego Armando Maradona tocó, al fin, la mano de Dios.