Los muertos que vos matáis

Nuestro límite de tolerancia es de sesenta minutos; no sé qué nos pasó, pero nos pasó de una manera contundente

Diego Armando Maradona, durante el Francia-Argentina.SAEED KHAN (AFP)

La semana pasada miré el partido de Argentina contra Nigeria en mi casa, antes de una cita con un director de teatro y de una cena con un músico. No sé por qué le piden textos sobre fútbol a alguien que no sabe nada sobre el tema, como es mi caso, cuando difícilmente se le encargaría un texto sobre economía a alguien que no supiera nada de economía, pero encuentro en el Mundial una extraña voluntad de reflejar cosas que exceden al deporte. Ese martes 26 el partido —...

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La semana pasada miré el partido de Argentina contra Nigeria en mi casa, antes de una cita con un director de teatro y de una cena con un músico. No sé por qué le piden textos sobre fútbol a alguien que no sabe nada sobre el tema, como es mi caso, cuando difícilmente se le encargaría un texto sobre economía a alguien que no supiera nada de economía, pero encuentro en el Mundial una extraña voluntad de reflejar cosas que exceden al deporte. Ese martes 26 el partido —que clasificó a mi país para los octavos de final— terminó poco antes de las cinco, hora de Buenos Aires, y mi cita con el director de teatro era a las cinco y media, de modo que apagué el televisor y salí a buscar un taxi. La calle hervía de euforia después de esa clasificación agónica sobre la que ya se ha dicho todo (y durante cuya transmisión los mismos relatores que al término del partido que Argentina perdió contra Croacia habían lapidado al equipo diciendo que era “la nada misma”, gritaban cosas como “¡Te amo, Rojo! ¡Agarrate, Francia, allá vamos! ¡Qué orgulloso estoy de haber nacido en este país!”, sólo para lapidarlo nuevamente el sábado 30 cuando, ya eliminado, volvieron a descerrajarle sobre el lomo frases como “un fracaso estrepitoso” y “si hacés todo mal, te va mal”). Al salir de mi casa no tenía idea de que en breve Maradona iba a estar muerto. De hecho, lo supe sólo a medianoche, cuando regresé de la cena con el músico y me enteré por las noticias. Al parecer, Maradona se había descompensado a minutos del pitazo final y había terminado en la enfermería. Poco después empezaron a llegar a las redacciones dos audios de whatsapp en los que un hombre le daba a entender a otro que Diego había muerto. El audio era falso, pero recorrió el planeta en segundos gracias a las redes sociales y los medios de comunicación. A medianoche, Maradona seguía aclarando que estaba vivo.

En los días que siguieron hubo debates acerca de las fake news, los falsos audios, la responsabilidad del periodismo en todo esto. Los colegas coincidían en que, al recibir una noticia, hay que chequear antes de difundir. Pero, decían, quien pergeñó el audio fue astuto: lo hizo sabiendo que después del partido Maradona tomaría un avión rumbo a otra ciudad de Rusia y que eso lo mantendría inubicable a lo largo de una hora. Ese hecho hacía, según los colegas, imposible chequear la información. La conclusión inmediata parecía inevitable: había que publicar. Traducido: en vez de esperar y chequear información sensible con una fuente confiable, lo que se imponía era publicar. En los tiempos que corren el periodismo aplica la lógica de los automovilistas suicidas: mejor llegar antes que llegar bien.

Escuché ese argumento una y otra vez. Inubicable, una hora, imposible chequear información. Voy a exagerar: este oficio es el mismo que ejercen Bob Woodward y Carl Bernstein, reporteros del Washington Post que investigaron durante dos años para revelar el escándalo cuya consecuencia fue la dimisión de Richard Nixon. El que ejerce la premio Nobel de Literatura de 2015, Svetlana Alexiévich, cuyas investigaciones sobre el accidente en la central nuclear de Chernóbil le tomaron diez años y expusieron el desamparo de las víctimas y la negligencia del Estado. Uno solía tomarse tiempo para chequear información que podía alterar los destinos de un país, de un grupo de gente. De una persona. Ahora, nuestro límite de tolerancia es de sesenta minutos. No sé qué nos pasó, pero nos pasó de una manera contundente.

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