Silbar a la estrella

Cuando la afición se cansa de lo que ve en el campo, deja de disimular; se debe a su frustración, no a su jugador favorito

Karim Benzema, ante el portero de Las Palmas.Mariscal (EFE)

En plena mala racha, algunos días oyes abucheos en la grada, te das la vuelta y son los tuyos; qué sorpresa. Es la historia de nuestra vida. Todos rompimos las esperanzas de alguien cercano o acabamos con la paciencia de un padre o una madre. En un estadio de fútbol, rodeado de gente a la que no conoces de nada, pero que te venera, la vida se somete a la misma lógica: nada de cheques en blanco. De pronto, cuando la afición se cansa de lo que ve en el campo, y ya no puede más, deja de disimular. Se debe a su frustración, no a su jugador favorito, y lo reprueba. Qué menos. Tuvo paciencia, pero s...

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En plena mala racha, algunos días oyes abucheos en la grada, te das la vuelta y son los tuyos; qué sorpresa. Es la historia de nuestra vida. Todos rompimos las esperanzas de alguien cercano o acabamos con la paciencia de un padre o una madre. En un estadio de fútbol, rodeado de gente a la que no conoces de nada, pero que te venera, la vida se somete a la misma lógica: nada de cheques en blanco. De pronto, cuando la afición se cansa de lo que ve en el campo, y ya no puede más, deja de disimular. Se debe a su frustración, no a su jugador favorito, y lo reprueba. Qué menos. Tuvo paciencia, pero se le agotó. Incluso el amor entrañable posee límites. Las semanas nefastas de Benzema, Cristiano, Griezmann o Suárez dejan de vez en cuando unos silencios en el aire, o silbidos, entonados por sus propios seguidores, que son calamitosos, pero no graves. Los días aciagos nos pertenecen a todos y se olvidan enseguida. No vale la pena afligirse. Si no fuese porque hace mucho que el fútbol dejó de ser un juego, a la siguiente oportunidad de gol uno se daría el gusto de fallar a propósito solo para joder a los suyos.

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Irvine Welsh, el escritor escocés autor de Trainspotting, evocaba hace tres años en una entrevista con Miqui Otero su recuerdo favorito de un Mundial de fútbol. Fue en 1982. En esa edición Escocia recaló en el grupo de Brasil, Nueva Zelanda y la URSS, y en la última jornada de la primera fase se jugó el pase a la siguiente contra los soviéticos en La Rosaleda. Welsh acudió a ver el partido al bar de un exjugador del Hilbs, el equipo del barrio del puerto de Edimburgo. El encuentro acabaría con empate a dos y Escocia quedaría eliminada. “Recuerdo que uno de los nuestros, Graeme Souness, no se atrevía a pasar el balón, y un tipo a mi lado empezó a gritarle: ‘¿Qué haces, pedazo de burro? ¡Serás bastardo, cacho inútil de mierda!’. Le pregunté al dueño del bar: ‘¿Y este loco quién es?’. Y, tío, ¿sabes qué me dijo? ‘Es Mr. Souness’. ¡Su padre!”. En ciertas circunstancias es difícil contar con el apoyo incondicional de los que te aman.

La crítica viene a veces de quien menos uno espera. Es mejor si contamos con ello. En una época que cubrí la información del Parlamento de Galicia un compañero me contó que, en una profesión llena de días negros, a veces algunos lectores escribían cartas al director felicitándolo por una crónica. El director se las entregaba en mano y le decía: “No podemos publicarla, habla bien de ti”. En un año había dos o tres de esas. Un día por fin llegó una de un lector enojado, que llamaba al periodista “tuercebotas”. Esa tarde el director se acercó a él y se la mostró, disimulando a duras penas su satisfacción: “Lo siento, pero tenemos que sacarla”. No podía imaginar que al día siguiente, cuando salió publicada en las páginas de opinión, el más contento de todos sería el propio periodista. Él mismo había escrito aquella carta, que, para disimular, un primo segundo envió desde una parroquia de Camariñas.

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