Villar ha ganado

Villar, acompañado por la Guardia Civil durante el registro de la sede de la Federación Española.Foto: atlas

Ángel María Villar ha muerto de viejo. Por eso carece de sentido recrearse ingenuamente en la imagen de su decadencia o en el prosaísmo de la escena en que aparece el señor del fútbol acompañado por los agentes de la Guardia Civil.

Es una imagen humillante, pero también un escarmiento extemporáneo. El mérito de Villar consiste en haber dilatado su régimen feudal durante 30 años. Y la eventual capitulación -ni siq...

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Ángel María Villar ha muerto de viejo. Por eso carece de sentido recrearse ingenuamente en la imagen de su decadencia o en el prosaísmo de la escena en que aparece el señor del fútbol acompañado por los agentes de la Guardia Civil.

Es una imagen humillante, pero también un escarmiento extemporáneo. El mérito de Villar consiste en haber dilatado su régimen feudal durante 30 años. Y la eventual capitulación -ni siquiera ha dimitido- adquiere ahora un valor anecdótico. El problema no es que Villar haya caído, sino el tiempo que ha estado en el poder, engendrando una anomalía que los organismos de control han tolerado y consentido.

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Es la razón por la que resulta embarazoso el énfasis con que el ministro del Interior, señor Zoido, mencionaba ayer la victoria del Estado de derecho. Los tribunales han intervenido in extremis cuando podían haberlo hecho antes las instituciones por estricto pudor e higiene. No hacía falta invocar el código penal para neutralizar el sistema endogámico de Villar, sino prescribir la transparencia y la decencia. Es culpa de Villar haber incurrido, presuntamente, en apropiación indebida, trato de favor y administración desleal, pero el villarato representa un problema cultural, un hábitat nauseabundo en el que ha prosperado la inmunidad y la impunidad en la capacidad encubridora del fútbol.

Y quien dice fútbol dice fulbol o fúrbol. Es hora de que la RAE legitime su uso en el contexto del vasallaje a los hábitos vulgares -de idos a iros- y en reconocimiento a la degradación verbal que el propio presidente de la RFEF propinaba al argumento de explotación: el fútbol como opio, como placebo, como territorio de excepción donde hizo fertilizar el nepotismo, el amiguismo y su propio latifundio, no ya amparándose en un sistema monárquico que parecía eterno -Gorka ya era el delfín- sino atribuyéndose la revolución de Luis Aragonés, el gol de Iniesta y el liderazgo soft de Vicente del Bosque.

Al cabo, los éxitos de nuestro fútbol tanto sugestionaron la reputación de Villar como le hicieron intocable delante de los políticos, manejando el presidente de la Federación -así, en sentido absoluto- con extraordinaria habilidad la indefinición de lo público y lo privado, lo propio y lo ajeno, pensando que el balón nunca dejaría de dar vueltas.

Ángel María Villar ha ganado, independientemente del desenlace del proceso judicial al que se enfrenta. Puede consolarnos la idea de que acaba de desvanecerse una época, pero semejante evidencia palidece frente al escándalo de la larga vida en que se ha prolongado el villarato, hasta casi hacerse póstumo.

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