Nadal

Uno reconoce a un mito porque convierte un torneo legendario en un ámbito doméstico

Rafa Nadal, tras ganar a Zverev.Andy Brownbill (AP)

Vi una vez a Nadal en directo. Fue ver a The Beatles en The Cavern Club: Nadal jugaba una final de Roland Garros. Uno reconoce a un mito porque convierte un torneo legendario en un ámbito doméstico, una atmósfera reconocible por él y los suyos en la que se mueven con la misma facilidad que una familia de tigres en la selva; así Merckx, Ballesteros, Indurain, Bolt o Maradona. Aquel fue su séptimo título y las instalaciones de París exhibían las imágenes de todos los campeones, así que la última década era el álbum fotográfico de Nadal. Desde 20...

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Vi una vez a Nadal en directo. Fue ver a The Beatles en The Cavern Club: Nadal jugaba una final de Roland Garros. Uno reconoce a un mito porque convierte un torneo legendario en un ámbito doméstico, una atmósfera reconocible por él y los suyos en la que se mueven con la misma facilidad que una familia de tigres en la selva; así Merckx, Ballesteros, Indurain, Bolt o Maradona. Aquel fue su séptimo título y las instalaciones de París exhibían las imágenes de todos los campeones, así que la última década era el álbum fotográfico de Nadal. Desde 2005, con una excepción, lo había arrasado todo de tal forma que si uno pasaba rápido la mirada sólo veía a Nadal creciendo. Quiero decir que Nadal convirtió Ronald Garros en su cumpleaños; haber nacido el 3 de junio era el recordatorio definitivo.

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Nadal tiene 30. Ha estado lesionado las suficientes veces en las últimas temporadas como para darlo por muerto, ha perdido en primeras rondas, lo han vapuleado novatos y se ha puesto pelo, algo natural salvo en el chico de 17 años que todo el mundo sigue queriendo ver en Sevilla ganando una Davis. Cuando se gana tanto lo fácil es olvidar y lo duro es llevar la cuenta, pero Nadal ha vencido en finales inolvidables por su instinto para la supervivencia y un genio que acabó con el mejor tenista de la historia en su mejor tiempo y su superficie más querida, Roger Federer, en uno de los mejores partidos de siempre, Wimbledon 2008.

Uno sabe que las cosas no funcionan cuando los mismos adjetivos de esa legendaria final contra Federer se escriben para describir los dieciseisavos de final de Australia contra un tenista de 19 años, Alexander Zverev. La decadencia consiste en incrustar los adjetivos de las grandes frases de antes en las de ahora: colocarlos es un arte, que funcionen es obra de un genio. Dentro de unos años Zverev estará entre los diez mejores del mundo y Nadal se habrá retirado, pero eso es natural. Lo que no es natural es remontarle a un talento de la proyección de Zverev fundiéndole físicamente en el quinto set: no hace falta calidad sino carácter. En el tenis se le puede ganar a alguien que es mejor que tú, pero es casi imposible ganarle a quien está dispuesto a serlo y tiene 12 años de ventaja. Nadal va a acabar en la pista, si acaba algún día, siendo Nadal. Se recordará en sus últimas derrotas con la misma luz que en sus primeros títulos.

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