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Blogs / Cultura
La Ruta Norteamericana
Por Fernando Navarro

Un extraño dios cerca del relámpago

Ella explicó su dolor. Él se reconoció en ese dolor. Era uno desgarrador, que no desaparecía

Ella vivía en una isla. Él en una gran ciudad. A ambos les separaba un océano, pero coincidieron en un bar. De esas cosas que pasan cuando menos te lo esperas. El oleaje de la vida hasta que una tormenta rompe entre dos personas y se ven, en mitad de la noche, conversando, navegando en un trance cerca del relámpago. Así estuvieron unas horas, como al capricho de algún extraño dios.

Tal y como está el mundo, conversar es una forma de supervivencia, también una bella manera de encontrarse, porque las palabras son los nudos más consistentes que pueden entrelazar a dos personas. Conversar para encontrarse en el rincón de una barra, en la puerta de un garito mientras se consumen los cigarros o en la calle camino de ninguna parte. Conversar.

Ella amaba la música. Él también. Ambos tenían los mismos artistas favoritos. Todo ese tipo de gente que escuchas en los días extraños y compone medios tiempos con guitarras nostálgicas y espíritus indomables. Los dos hablaron mucho tiempo sobre canciones. Incluso les dio por imaginar colaboraciones soñadas, como la de Quique González y Gorka Urbizu. Imposible, pensaron ambos.

Entonces, en la noche llena de palabras, a medida que estaban más entrelazados, ella se oscureció. Dijo que no se sentía vista, que, a veces, en su existencia, era como si no existiese. O como si existiese de una forma distinta a la que antes existió. Él no podía creer que fuera verdad porque la veía como se veía un faro en la oscuridad del silencioso mar. Guardaba una luz dulce, aunque dolida, como esos cuerpos gastados que dan sombras en color, o como esas notas de las canciones a las que ambos entregaron su corazón por separado tantas veces.

Ella explicó su dolor. Él se reconoció en ese dolor. Era uno desgarrador, que no desaparecía. El dolor que surge con la muerte de un ser querido. Un circuito cerrado que te hace tan suyo que dejas de verte. Porque eran con los ojos de ese ser querido con los que te veías siempre en este estropeado mundo. Por eso, ella preguntó: ¿Y cómo se vive sin ser visto más por esa persona que tanto quisiste? Él se quedó mirándola y, aturdido por su propia experiencia, dijo: no sé, creo que se tira cómo se puede hasta que te inventas otra realidad.

Ahí, solos, en mitad del ruido mundano, se sostuvieron con sus palabras y llegaron a lo profundo de la noche. Una noche volcánica, que resonaba en mil estallidos. Ella lo miró muy dentro y tomó una decisión rápida y definitiva, como todas las decisiones que se toman sin pensar, propia de las noches árticas: le agarró la mano y le dijo ven, vamos allá. Él aceptó con la cabeza y se dejó tirar en silencio. Los dos se fueron lejos del bar. Aquí estamos salvados, dijo ella. Eso mismo pienso yo, dijo él.

Ella se quedó observándolo. Él también a ella. Los dos se vieron y sintieron que sonaba música entre ellos mientras se inventaban esa noche para el recuerdo. ¿Qué hacemos?, se preguntaron. Porque los dos sabían que al amanecer se dirían adiós, ya que ella vivía en una isla y él en una gran ciudad. Al menos, ambos coincidieron que esa noche había merecido la pena y esperaban que su recuerdo no muriese demasiado pronto, como mueren tantas cosas bonitas en el mundo.

Ella siguió viviendo en una isla. Él en una gran ciudad. A ambos les siguió separando un océano y el mundo siguió su marcha imparable, pero sucedió algo extraordinario. Ella estaba en su casa con vistas al mar. Él estaba en su piso con vistas a un paisaje de altos edificios. A los dos les llegó a la vez una notificación al móvil. Era una canción. El nuevo sencillo de uno de sus artistas favoritos. Ambos dieron al play. Se titulaba ‘De verdad lo siento’. La colaboración soñada: Quique González y Gorka Urbizu. Imposible, pensaron ambos. Pero estaba pasando. Había sucedido. La colaboración soñada. Menudo regalo. Y, entonces, sucedió algo más increíble: los dos estaban viviendo como en la canción. ¿Cómo era posible?

Ella vivía en una isla. Él en una gran ciudad. A ambos les separaba un océano, pero siempre que sonaba ‘De verdad lo siento’ los dos estaban como al capricho de algún extraño dios que los unía en un trance cerca del relámpago. Ese dios era la música.

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