The Lemon Twigs: un cielo estrellado de pop eterno
La banda de los hermanos D’Addario dan recitales apabullantes con su mezcolanza ‘sixtie’ donde habitan The Beatles, The Beach Boys, The Kinks o The Zombies
Dicen que cuando Van Gogh miraba por la ventana del sanatorio de Saint-Rémy y ya no tenía el lóbulo de su oreja, se sentía cada vez más acosado por las alucinaciones que lo llevaron a pintar con su extraordinario estilo final. Cuando miraba al cielo nocturno, las estrellas parecían estar vivas. Danzaban. Esas alucinaciones lo llevaron a pintar La noche estrellada, uno de sus cuadros más famosos.
Pintar un cielo estrellado vivo en pleno baile es una alucinación a la que bien podrían poner música de ...
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Dicen que cuando Van Gogh miraba por la ventana del sanatorio de Saint-Rémy y ya no tenía el lóbulo de su oreja, se sentía cada vez más acosado por las alucinaciones que lo llevaron a pintar con su extraordinario estilo final. Cuando miraba al cielo nocturno, las estrellas parecían estar vivas. Danzaban. Esas alucinaciones lo llevaron a pintar La noche estrellada, uno de sus cuadros más famosos.
Pintar un cielo estrellado vivo en pleno baile es una alucinación a la que bien podrían poner música de The Lemon Twigs. La banda de los hermanos D’Addario, Michael y Brian, dieron el pasado martes en Madrid un recital tan apabullante de pop eterno que mucha de la luz incandescente de las estrellas que aprendimos a señalar con el dedo desde niños estuvo concentrada en una pequeña sala, abarrotada de oyentes en plena comunión cegadora. Escuchabas, mirabas al escenario y las estrellas danzaban en tu cabeza.
The Lemon Twigs se cayeron en la marmita del pop de los 60. Por estética, actitud y canciones, se pudo comprobar en un puñado de segundos que salieron con todos los superpoderes adquiridos de lo que es la música del beat, ese resplandor luminoso en los corazones hambrientos. Una fuerza que reside en concentrar en canciones de no más de cuatro minutos y de absorbente pundonor eléctrico toda la alegría, la tristeza o el deseo, todo lo que, en definitiva, brota de lo más profundo de los seres. Discos preciosos como Do Hollywood, Everything Harmony o el último A Dream Is All We Know demuestran que lo suyo es un inventario de época.
De esta forma, su mezcolanza sixtie es conjugada en un batido de muchos sabores: The Beatles, The Beach Boys, The Kinks, The Zombies... Una suerte de reivindicación de los titanes de la edad dorada del pop. Una suerte que, puestos a reivindicar como ellos, conviene señalar que una de sus conexiones más finas reside con los últimos: los irrepetibles The Zombies, los menos conocidos para el gran público. La proeza de The Lemon Twigs es que, salidos de Long Island (EE UU) y descaradamente jóvenes, han sabido reformular los postulados de la gran obra maestra de The Zombies: Odessey and Oracle, una joya, un álbum perfecto, quizá el mejor disco POP -en mayúsculas como los gritos de felicidad- de la historia, aún existan los gloriosos Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band, Pet Sounds o The Kinks are the Village Green Preservation Society. Da igual la clasificación. Lo que importa es existir.
Los hermanos D’Addario existen y qué felicidad. Ahí estaban en Madrid dando cera de la mejor con sus melenas, camisetas, pantalones ajustados y sus mismas caras de chavales de barrio en busca de su primer piti. Ahí estaban brillando y haciendo brillar al respetable con sus armonías vocales, sus juegos de falsete, sus guitarrazos limpios y sus poses de catálogo añejo, como hallado en la mesilla de algún joven que vio por la televisión en directo y en blanco y negro cómo el hombre llegaba por primera vez a la Luna. Uno los escuchaba y sentía que a Licorice Pizza, la película de Paul Thomas Anderson, le podían haber añadido escenas alternativas de jolgorio juvenil, con amor romántico y tonto, como todos aquellos morreos guapos que te pegaste en ese verano en el que nada importaba.
Cierto que, a veces, The Lemon Twigs pecan de mimetismo. Puede que la cadena del pasado a la que están atados les condene por momentos a no ser tomados en serio por el personal más erudito. Mucho menos por los buscadores de vanguardia. Sin embargo, nunca apelaron a esa fiesta, la suya es la del recreo sixtie, un festín al que las trincheras del power-pop han dado buenas alegrías y que, por eso, observando con los ojos como platos el derroche de los Twigs en la sala Copérnico, venían a la cabeza otros francotiradores que siempre fueron minoritarios, pero también aportaron su granito de arena a esta playa del júbilo sixtie como Richard X. Heyman y Raspberries. Ray Davies los bendiga a todos.
El abecedario de los sesenta de The Lemon Twigs está tan bien construido en tiempos de descomposición electrónica y urbana que no sólo se agradece, sino que también se anhela. Porque el que sabe lo que es probar esa pócima de pop imperecedero en un garito necesita repetir, una y otra vez. Más cuando Brian se quedó solo en el escenario con su guitarra. Aquello fue orfebrería pop.
Cuando Van Gogh, ya un pintor post impresionista que se estaba adelantando al expresionismo, habló de La noche estrellada, dijo: “Quiero llegar al punto en que la gente diga de mi obra: ‘Este hombre siente profundamente’”. Con sus pinceladas vigorosas y vivaces, las estrellas danzan en el lienzo. Hay un paisaje exterior y otro interior para el que lo observa. Como cuando The Lemon Twigs tocaban el martes sus canciones. Estaba el paisaje del escenario, uno tan básico e insustituible como el de una banda de pop clásico brillando como una simple banda de bar, y también existía el paisaje del oyente, ese en el que las estrellas colgaban en el lugar exacto del cielo y, justo al ritmo de un poderoso beat, danzaban.
Menuda alucinación.