Nick Cave y un Dios salvaje
El poder de la música siempre ha sido transportarte hacia adelante o hacia atrás en el carrete incierto de tu vida, pero con Nick Cave se pudo apreciar otro más oculto: la música puede llevarte al lugar exacto de un sentimiento desconocido
La última noche que pasé con Jaime dijo una frase que, rodeado de arbustos en un jardín impregnado de olor a jara, retumbó como si la pronunciase un ser venido de otro planeta: “Callad y mirad la belleza del cielo”. Jaime estaba sentado en una tumbona de una casa de campo, con una cerveza en la mano, observando el cielo estrellado de una noche de verano y se mostraba tranquilo, sereno, como aliviado de sus demonios. Semanas después, los demonios vencieron: murió de un cáncer que le habían diagnosticado tres años antes. Todos, incluido yo mismo, pensábamos que la enfermedad no acabaría nunca con él. Pero, una mañana de sábado, sonó el teléfono con la jodida frase: “Jaime se ha ido”.
La muerte es muchas cosas, pero una de ellas es eso de lo que no se habla para no joder a los demás. Entre la pandilla, nunca se hablaba de la posibilidad de que Jaime muriese. Quizá sucede en todas las pandillas: nunca se habla de morir para no ir dejando mal cuerpo a todo el mundo. La gente quiere evadirse. No quiere lágrimas ni nudos en el estómago ni finales definitivos ni que le recuerden que todos acabaremos con nuestros esqueletos consumidos, inertes o hechos cenizas, apagados para siempre.
El pasado jueves, Nick Cave me hizo recordar a Jaime, y también a otros seres queridos que se apagaron. Lo hizo desde la entrega absoluta a su música. Un cantante y compositor que canta sobre la muerte, casi desde la muerte misma, y que atravesó el dolor del último e inexplicable misterio para regresar en forma de ser humano dañado, salvajemente despojado de inocencia y agrietado como una columna jónica por la que cayeron siglos de batallas, una auténtica guerra proclamándose en todas partes, también en su interior. Una columna mítica, como lo es la propia conciencia del ser humano en el universo, e imponente, como lo es lo que se pone en pie aún sin fe.
Sobre el escenario, aquel templo pagano, Nick Cave era un ser poseído de música, enloquecido de vida. Bendecido por un Dios salvaje. Trajeado con su camisa blanca lunar y su melena de acero, un ser también arropado por una banda desplegada, entre guitarras, percusiones, órganos y coristas, como un ejército desesperado por reventar las puertas del cielo y proclamar la independencia. Esto es, proclamar la mayor de las liberaciones: la del fin del miedo.
El poder de la música siempre ha sido transportarte hacia adelante o hacia atrás en el carrete incierto de tu vida, pero con Nick Cave -cantando y tocando con la furia de los ángeles que abandonaron el paraíso y con sus corsarios que asumieron con él su condición mortal- se pudo apreciar otro más oculto: la música puede llevarte al lugar exacto de un sentimiento desconocido, un sitio ignoto. Ese sitio se trata de un lugar sagrado para Nick Cave.
Con él clamando desde ese lugar, pensé en Jaime y quise pensar que la sola idea de la vida de Jaime tenía sentido aunque sólo fuera durante una sola canción de aquel concierto, y, por tanto, también lo tenía la sola idea de la vida de los seres queridos que se fueron. El paso de todos ellos había sido efímero, pero eterno. Y también pensé que, si la música en directo fuese un teatro y eso de Cave pudiera ser por tanto teatro, y no una catarsis musical propia de un ser cruzado por la causa de su misión artística, entonces, no me importaba que todo ese teatro fuera el peaje con el que conectar con toda aquella energía que ya no habita en ningún lugar. La misma energía que desprendía mi amigo de la pandilla conectado a nosotros y nosotros a él. La misma energía humana.
“No somos nada… y somos todo”. Decía Jaime, con una sonrisa torcida, para salir al paso de cualquier drama relacionado con los demonios. Arrasado por Nick Cave, el hombre que perdió a su hijo adolescente al precipitarse por un acantilado y a otro al que apenas conoció, cobró todo el sentido del universo esa frase de mi colega: “No somos nada… y somos todo”. La muerte es también aquello que nos empuja a abrazar la más pura contradicción de la existencia.
Hoy por hoy, ver a Nick Cave creo que causa una sensación similar a la que sería ver a Bob Dylan en los sesenta, a Bruce Springsteen, David Bowie y Patti Smith en los setenta, a Leonard Cohen en su última etapa o a Neil Young en la prodigiosa gira con Promise of Real. Es decir, ver a artistas que llevan la música a un espacio más allá de los límites, como cuando la poesía crea multitudes y repúblicas invisibles más allá de los versos y las rimas.
No somos nada y somos todo. “You’re beautiful!”. Cantaba Nick Cave. “¡Eres bello!”. Vociferaba en el estribillo salvaje de ‘Conversion’. Lo repitió incasablemente. Lo escupió una y otra vez. Latigazos de furia y amor. Latigazos que me recordaban que la última noche que pasé con Jaime gritó: “¡Callad y mirad la belleza del cielo!”. Mi amigo se iba a morir, como, en definitiva, lo haremos todos, sin más, y, tras su grito, aquella noche miré al cielo simplemente porque lo decía él y no porque pudiese apreciar el rugido de un Dios salvaje. Ahora, desde el pasado jueves, puedo decir que Nick Cave me enseñó a mirar mejor el cielo, escondido en cada uno de nosotros.