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La Ruta Norteamericana
Por Fernando Navarro
Columna

Quedémonos a vivir en esta canción de Father John Misty

Vivieron en la canción hasta el punto de dar sentido al verso que decía: “Puede que solo seamos nosotros los que nos sintamos así”

Father John Misty, en su concierto en La Riviera de Madrid.Santi Burgos

Hubo una vez una pareja que inventó una hermosa ceremonia: escuchar I Love You, Honeybear de Father John Misty a medida que se desnudaban para hacer el amor. Llegó de casualidad, como la mayoría de cosas bonitas que permanecen en el recuerdo. Esa noche, habían coincidido en el concierto de Father John Misty. Como las buenas fans, ella estaba en primera fila y él, unos pasos detrás, observando como ella contoneaba el cuerpo con esas canciones abrasivas. Se conocían y se atraían y, a la s...

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Hubo una vez una pareja que inventó una hermosa ceremonia: escuchar I Love You, Honeybear de Father John Misty a medida que se desnudaban para hacer el amor. Llegó de casualidad, como la mayoría de cosas bonitas que permanecen en el recuerdo. Esa noche, habían coincidido en el concierto de Father John Misty. Como las buenas fans, ella estaba en primera fila y él, unos pasos detrás, observando como ella contoneaba el cuerpo con esas canciones abrasivas. Se conocían y se atraían y, a la salida del concierto, consiguieron esquivar a sus pandillas y escaparse al piso de él. Una copa de vino, derramada por el suelo, y la música rodeando la estancia. No hacía falta más. Ella puso esa canción un par de segundos antes de invitarle a desabrocharla el primer botón. Cayeron los primeros acordes de piano, aparecieron los violines y tambores y esa voz deslizándose provocativa hasta derretirse en un simple: “I Love You, Honeybear”. Y, entre mordisco y mordisco, ella dijo: “Quedémonos a vivir en esta canción de Father John Misty”.

Vivieron en la canción hasta el punto de dar sentido al verso que decía: “Puede que solo seamos nosotros los que nos sintamos así”. Sentirse elegidos y únicos es lo que les pasa a los buenos amantes. A ellos tanto les pasó que ella, siempre con frases espontaneas, soltó revoloteando por la cama: “Somos un espectáculo de feromonas cuando nos juntamos”. Apenas llevaban un mes viéndose y el espectáculo y la canción le empujaron a él a invitarla a que conociese París. Ella, que puso en su estado de WhatsApp la letra de I Love You, Honeybear, justo le había correspondido con un cuadro de la película Manhattan. A ella le atraían los chicos interesados en la música, la literatura y el cine y él era un chico que habló con ella de Woody Allen y Nueva York. A él le gustaban las chicas eléctricas y veía en ella un espíritu lleno de posibilidades. Pusieron I Love You, Honeybear y cientos de canciones más mientras recorrían las noches y los días con un verso sujeto a sus sonrisas y que cantaba Father John Misty solo para ellos: “Nunca dudes de esto. Mi amor, eres tú con quien quiero ver el barco hundirse”.

Decía un viejo proverbio algo cenizo que el mundo es una mierda y, luego, te mueres. I Love You, Honeybear es una canción que recuerda que el mundo es una mierda, pero no para esos dos amantes que bailan felices con la orquesta del Titanic. “Todo está condenado y nada se salvará, pero te amo, cariño”, canta Father John Misty con una elegancia extraordinaria. La pareja se agarró por primera vez la mano en París y estuvieron sin soltársela en ciudades de toda España y media Europa. En la casa a la que se fueron a vivir juntos, cogieron una costumbre al dormir en la cama: ella se tumbaba boca abajo y él boca arriba y ella le pedía todas las noches que le metiera la mano por debajo de las bragas y la dejase ahí, en su culo, como si nada, hasta que se durmiese. A él le encantaba. Los dos se tatuaron en Madrid algo que les complementaba. Si el mundo era una mierda, ellos lo harían frente.

El mundo siguió girando en su ritmo loco y ellos con el mundo. Giraron tanto que se dieron la vuelta. Julio Cortázar escribió una de las definiciones más bellas del amor, o, al menos, la que más le gustaba a él, tal y como le contó una vez a ella: “Vos no elegís la lluvia que te va a calar hasta los huesos cuando salís de un concierto”. Lo que ambos empezaron a preguntarse era cómo tal cantidad de lluvia, esa agua bendita que les empapó a la salida del concierto de Father John Misty, se había secado tan rápido, aunque rápido fueran cuatro años. La felicidad siempre pasa volando. No solo se lo preguntaban, sino que se empezaron a alarmar de los secos que estaban. Había días que ni veían una gota. O quizá, después de tantas vueltas en un mundo de mierda, habían perdido la capacidad de sentir el agua en sus cuerpos. Eso era también triste. Porque los dos buscaban semanalmente la lluvia el uno en el otro.

Un día, él escuchó el nuevo disco de Father John Misty, Chloë And The Next 20th Century, que se despliega ante los oídos como una película en blanco y negro del viejo Hollywood. Se lo comentó a ella, como tantas cosas que se comentaban con las prisas de los días y las rutinas incrustadas. Tuvieron mejores cosas que hacer que escucharlo juntos. De hecho, ninguno de los dos recordaba ya cuándo fue la última vez que celebraron su ceremonia de I Love You, Honeybear. A él, que siempre andaba buscando significados profundos en letras de sus artistas favoritos, le cazó una canción: Kiss Me (I Loved You). Escucharla era como pasear por una ciudad desierta. Además, era un paseo solitario. La canción habla en pasado. “Bésame, yo te amé”. Y habla de besos que se piden con desesperación, aunque los sueños parezcan acabarse, aunque el final parezca retumbar cada vez con más fuerza. Pero para él un verso retumbaba aún más que todo lo demás en toda la canción: “El amor es mucho menos misterioso que a quién se lo das”.

Puede que así sea. Con esa voz teatral, Father John Misty al menos convence. El amor es siempre el mismo espectáculo, la misma canción, la misma lluvia. Son las personas las que cambian, o las que muestran su verdadera cara cuando se apagan las luces. Ese es el verdadero drama de la música que ya no se escucha como antes: saber que los misterios vienen de las mismas personas que prometieron ver juntos hundirse el barco. La verdad dolorosa es comprobar que esas mismas personas se hagan extrañas el uno para el otro por egoísmo, inseguridades, problemas de comunicación y pequeños desastres cotidianos. A ellos les pasó: él cerraba por su cuenta bares que nunca cerraban y ella buscaba conexión en ojos de otras personas.

La pareja decidió darse un tiempo, todo ese espacio extraño en el que aceptas la derrota o crees en el milagro. Quizá una de las cosas más ilustrativas de una vida en común dañada por la separación es saber que la música volverá a escucharse en soledad, pero también saber que esa serie de televisión que tenías a medias y veías a la hora de cenar no tendrás fuerza ni ganas de continuarla por tu cuenta. Él empezó a pasear por los alrededores de su antiguo piso, donde escucharon por primera vez a Father John Misty. Observaba desde la acera y recordaba esa terraza y ese vino derramado. Y luego, como si fuera uno de esos personajes de una película de Jonás Trueba que andan siempre buscando su lugar en la vida, seguía por Las Vistillas, su lugar favorito de Madrid y por donde el sol solía caer anunciando un verano de promesas. Allí en María Pandora celebró uno de sus cumpleaños con ella más fantásticos. Ella paseaba por El Retiro, a la salida del trabajo, buscando sentir el perfume de las flores que antiguamente siempre la esperaban. Y recordaba que en El Retiro él le preparó una fiesta de cumpleaños sorpresa a ella. Tantas aventuras vividas y ahora silencio. Sus tatuajes seguían en los brazos de ambos, pero sus dedos llevaban demasiado tiempo sin agarrarse ni buscarse. Ahora, cada uno solo era responsable de sus propias manos.

Esta pareja existió. Los que creen en los milagros dicen que quizás todavía puede seguir existiendo. Cuando él se fue de casa, con ese ruido de la puerta que persigue hasta en lo profundo de la noche, ella sabía que no llamaría a nadie inmediatamente para desahogarse. Aunque era ya una chica repleta de dudas, ella estaba convencida de que él siempre se pondría una canción para ir adónde tuviera que ir. En un hogar partido, ella no podía pensar, pero si le hubiesen preguntado diría que, sin saber cuál, él buscaría alguna dolorosa o rabiosa. Él no hubiese dicho nada porque tampoco lo sabía. Siempre seguía su instinto, el mismo que le llevó a quedarse con el verso: “El amor es mucho menos misterioso que a quién se lo das”.

Al llegar a la calle, él agarró el móvil y puso en sus cascos I Love You, Honeybear. No había caminado ni tres pasos cuando empezó a llorar las mismas lágrimas que ella y, con la música abrazándole, recordó aquella frase dicha en aquella noche que inventaron su ceremonia: “Quedémonos a vivir en esta canción de Father John Misty”.

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