La fachada está semicubierta por las obras. En el vestíbulo, los operarios trasladan ruidosamente un conjunto de pinturas de una sala a otra. El museo está patas arriba, aunque ese haya sido su estado natural desde que abrió sus puertas en 1977. El Centro Pompidou de París vuelve a reinventar su modelo cuatro décadas después de su creación. La consigna pronunciada por su presidente, Serge Lasvignes, consiste en volver al origen. En dirección a esos tiempos, ya lejanos, en los que se erigió en el centro de arte más irreverente del planeta, caracterizado por conceptos que todavía no estaban en boga en el mundo museístico, como la flexibilidad o la multidisciplinariedad –alternó, desde sus comienzos, las artes plásticas con el cine, la fotografía, el teatro, la música, la arquitectura y el diseño—, inspirándose en el proyecto no realizado del Fun Palace de Cedric Price.
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Con el tiempo, el Pompidou se transformó en un museo parecido a los demás: obligado a respetar reglas de seguridad en tiempos de terrorismo y forzado a superar ciertas cifras de visitantes, condición indispensable para sobrevivir en tiempos de liquidez menguante. Cuando Lasvignes llegó al cargo en 2015, decidió intervenir al paciente sin demora. De entrada, ampliando los accesos y creando una entrada única. Desde hace veinte años han existido dos colas distintas: una para acceder al museo, en la plaza peatonal situada frente a la fachada (por donde entraron 3,2 millones de visitantes en 2019), y otra en la parte posterior, que permite entrar en la biblioteca, la más concurrida de París, por la que pasan 1,4 millones de personas cada año. Los fines de semana, las colas para entrar rozan las dos horas. “Eran dos públicos que se daban la espalda. Me pareció urgente revertir esa situación”, señala Lasvignes, al frente de una institución creada en nombre de la democratización cultural. “Las dos colas corresponden a sociologías distintas. Al museo acuden las categorías favorecidas, mientras que en la biblioteca la mitad de los usuarios viven en la banlieue. Es precisamente el público que se nos escapa, y lo tenemos a cinco metros escasos. La idea de no intentar hacer que entre en las salas me pareció insoportable”.
El segundo frente abierto es la restauración de su escalera mecánica y tubular que trepa en zigzag por el edificio de Renzo Piano y Richard Rogers hasta proporcionar una de las mejores vistas de los techos de París. Las obras de restauración de esta escalera de casi 200 metros, que ha transportado a 250 millones de visitantes desde la inauguración del centro, costarán 19 millones de euros. “Vamos a cambiarla, pero por otra idéntica”, dice Lasvignes. “Hay museos que tienen iconos, como la Gioconda o el Guernica. Nuestro icono es este edificio y esta escalera”. Un símbolo de aquella iconoclastia que hizo que, en sus comienzos, el museo fuera comparado con una fábrica, una refinería, un buque naufragado o un centro comercial. “El Pompidou es a la cultura lo que un hipermercado es a la mercancía”, sostuvo el filósofo Jean Baudrillard. Los responsables del museo sueñan con un lugar que se parezca al de aquellos inicios, tal vez para protegerse contra la tentación del aburguesamiento, conclusión lógica de la normalización de su modelo, imitado hasta la saciedad en todo el mundo. “En el Centro Pompidou siempre nos estamos preguntando cuál fue el proyecto original e intentando reconstruirlo”, concluye Lasvignes.
Renzo Piano sigue almorzando en el restaurante del museo una vez al mes. El arquitecto aprovecha esas visitas para revisar el estado de su obra maestra. “Soy el Quasimodo del Pompidou”, bromea el arquitecto italiano en su agencia parisina, situada a dos calles del museo. “Me alegro de que quieran volver a esos comienzos. Llevo años recomendándolo...”, confiesa Piano, cuyo estudio se encarga de las obras. En cada visita, una pregunta reaparece en su cabeza: “¿Cómo es posible que nos dejaran hacer esto? Éramos solo dos treintañeros maleducados…”. El museo fue creado en la estela de Mayo del 68, durante los últimos meses de la presidencia de Georges Pompidou. Tras el seísmo cultural que supuso aquella revuelta, el líder francés quiso erigir un emblema de la arquitectura moderna, que favoreciese la capitalidad de París en el conflicto que la enfrentaba, desde la posguerra más temprana, a Nueva York. El jurado de un concurso internacional, presidido por Jean Prouvé, examinó 681 proyectos. Terminó escogiendo el más provocativo: un mastodonte colorista de 15 toneladas de metal, en las antípodas de lo que se suponía que debía ser un centro dedicado a las bellas artes. “Fue un gesto de una gran valentía. No sé si hoy sucedería lo mismo…”, se plantea Piano.
Pese a contar con una gigantesca colección de 120.000 obras, de las que solo un 10% está expuesto en las salas, el museo intenta resolver un problema apremiante: no contar con una obra que el visitante identifique de manera automática y que funcione como imán para los turistas, menos presentes en este museo que en otras pinacotecas parisinas. “La actual proporción es de 60% de franceses y 40% de extranjeros”, señala la directora de Desarrollo de Públicos, Catherine Guillou. En el caso del Louvre, por ejemplo, los turistas suman casi el 80%. “El Pompidou suele reservarse para la segunda visita a París. Mucha gente viene a ver el edificio, pero no entra. Se dice a menudo que somos el museo favorito de los parisienses. Está muy bien tener esa etiqueta, pero también debemos interesar al público extranjero. Intentamos equilibrar esta tendencia promoviendo nuestras obras maestras, porque tenemos muchas”, añade Guillou.
Según una encuesta reciente del Instituto Harris, solo cuatro personas sobre mil encuestados eran capaces de citar a un artista presente en su colección, la segunda de arte moderno en todo el mundo tras la del MoMA. Para paliar esta situación, los conservadores del Pompidou han fijado una lista de una veintena de obras maestras. “Son obras singulares que permiten que el visitante entienda la gran diversidad de retos que constituyen la historia del arte moderno y contemporáneo. Ofrecen un relato posible y mejora la inteligibilidad del conjunto”, afirma el director del Museo Nacional de Arte Moderno, Bernard Blistène. En la lista aparecen obras de Matisse, Chagall, Brancusi, Kandinsky, Duchamp, Miró, Yves Klein, Otto Dix y un nombre contemporáneo, el escultor francés Xavier Veilhan, autor del doble retrato de Piano y Rogers, en dos tonos de verde, ubicado en el exterior de museo.
En respuesta al nuevo clima social y a los debates abiertos por la investigación sobre la historia del arte del siglo XX, el Pompidou también intenta diversificar sus colecciones y abrirse a colectivos infrarrepresentados, como las mujeres artistas y las tradiciones no occidentales. “En algunos frentes no estamos muy avanzados. Hay todo un trabajo que hacer sobre las modernidades no europeas”, admite la joven conservadora Alicia Knock, especializada en el arte del territorio africano y comisaria de la exposición Chine/Afrique, que explorará la reciente colonización del gigante asiático en algunos países subsaharianos.
“Los centros públicos tenemos un papel de resistencia y debemos resaltar el valor de todos esos invisibles en la historia del arte. En ese sentido, hay toda una historia del arte que reescribir. Solo las instituciones públicas, que debemos mantener la independencia respecto el mercado y a un cierto consenso político, tenemos la posibilidad de escribir esa historia”, afirma Knock. Blistène está de acuerdo en que hay que adentrarse en territorios poco y mal explorados. “No vamos a pensar el museo en términos de cuotas ni a construir nuestro proyecto de manera artificial, pero hay realidades que tomar en cuenta y hay que mantener una mirada crítica: hemos subestimado el arte hecho por mujeres y hemos sido negligentes respecto a las minorías, igual que muchos otros centros”, señala el director del museo.
La estrategia del Centro Pompidou también pasa por potenciar su influencia internacional a través de distintas sucursales, como la que se inauguró en Málaga en 2015 y la que acaba de abrir sus puertas en Shanghái. Le sucederá otra antena en Bruselas en 2023 y, si las negociaciones llegan a buen puerto, otros dos nuevos centros internacionales: uno estará situado en algún punto de Asia y el otro, en Latinoamérica. El proyecto de implantarse en Colombia terminó en fracaso por la incapacidad económica de su socio sobre el terreno, según indica el museo parisiense. Las quinielas apuntan ahora a México como próximo destino del museo que cambió el arte contemporáneo. La experiencia de Málaga fue fundamental como prueba piloto. "Convertimos una ciudad que la gente solía saltarse al visitar Andalucía en una capital del arte. Fue una apuesta quimérica que terminó funcionando. Pero no me sorprende. Después de todo, este museo es el resultado de una utopía”, termina Lasvignes.