Descubrimiento de Mário de Carvalho

La novela del escritor portugués está atravesada de momentos supremos de expresión a los que damos el nombre de poesía

El río Tajo a su paso por Lisboa visto desde el barrio de Alfama.Westend61 / GETTY IMAGES

En una novela corta insuperable de Saul Bellow, Seize the Day —Carpe diem, en la edición española—, hay un momento en el que es muy posible que el lector no repare. Es uno de mis momentos secretos preferidos de la literatura. Dos personajes conversan, uno de ellos fumando un puro. El narrador impersonal que cuenta la historia parece distraerse unos segundos de ella para observar algo del todo irrelevante: por efecto de la succión del fumador, la brasa avivada del puro convierte en una franja de ceniza blanca las hojas prietas de tabac...

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En una novela corta insuperable de Saul Bellow, Seize the Day —Carpe diem, en la edición española—, hay un momento en el que es muy posible que el lector no repare. Es uno de mis momentos secretos preferidos de la literatura. Dos personajes conversan, uno de ellos fumando un puro. El narrador impersonal que cuenta la historia parece distraerse unos segundos de ella para observar algo del todo irrelevante: por efecto de la succión del fumador, la brasa avivada del puro convierte en una franja de ceniza blanca las hojas prietas de tabaco, que en vez de deshacerse y caer permanecen intactas unos segundos, conservando su forma, la lisura curvada, la línea de las nervaduras. Es un detalle aislado, sin ningún peso en la economía de la trama, en el que ni siquiera reparan los personajes, absortos en una conversación desolada y trivial.

Me acuerdo de la ceniza del cigarro de Bellow leyendo una novela de Mário de Carvalho, A sala magenta. El protagonista, un director de cine en horas bajas, en el declive de una carrera que nunca llegó muy alto, pasa una convalecencia sombría en la antigua casa de campo familiar, en la que ahora solo vive su hermana, en un bosque, cerca de un lago. Un día, sentado en la orilla, perdido en rememoraciones dolorosas que siempre acaban cobrando la forma del remordimiento, observa una bolsa de plástico que se eleva en el aire, impulsada hacia arriba por una corriente cálida, flota inmóvil, asciende, parece caer, se alza de nuevo, hinchada como una vela, o como un globo, o como un pulpo en el agua del mar. Es una bolsa común, de supermercado, de la cadena de supermercados portugueses Pingo Doce: cada vez que parece ir cayendo se levanta de nuevo, queda atrapada un momento en la rama de un árbol, como tantas bolsas de plástico; se desprende de ella, asciende por encima del agua, de nuevo como un globo, desaparece, y ya no se sabe más de ella.

La bolsa de plástico de Mário de Carvalho es tan irrelevante como el habano de Saul Bellow. Haría falta un retorcimiento de teórico universitario de la literatura para encontrarles un sentido simbólico. Ni las personas ni las cosas son símbolos. Son lo que son, en una plenitud a la vez vulgar e irreductible que es la materia misma de la vida real y también de lo mejor de la literatura y del arte, de esos momentos supremos de expresión a los que damos el nombre de poesía. La novela de Mário Car­valho está hecha, atravesada, de detalles así: un ventanal que se abre a los tejados y al horizonte de Lisboa, según avanza la claridad del amanecer; un hombre que sale del coche en la oscuridad de un aparcamiento y es asaltado por sombras que le murmuran amenazas al oído y lo derriban a golpes; un cuarto de hotel con las cortinas sucias en el que se encuentran dos amantes con una crudeza sexual despojada de ternura y muy pronto casi de deseo; la noche poblada de rumores de un bosque en el que ladran perros y suceden cacerías invisibles; una cigüeña que alza el vuelo a la orilla del lago; una pequeña pistola inexplicable sobre un escritorio; una fijación amorosa alimentada no por la felicidad sino por la frustración y prolongada en la memoria mucho después de su final.

Varias novelas de Mário de Carvalho están traducidas al español. Yo no supe nada de él hasta el verano pasado, en una librería de Lisboa, cuando le pedí a un conocido que me recomendara a escritores portugueses de ahora mismo, más allá de los nombres habituales. Señaló hacia una estantería y me dijo: “Mário de Carvalho”. Para un aficionado a la literatura no hay mayor alegría que la del descubrimiento: el descubrimiento pleno, limpio de referencias y de prejuicios, de las trampas inevitables de la familiaridad. Para bien, y sobre todo para mal, muchas veces sabemos demasiado de un autor cuando abrimos un libro suyo. Es verdad que el lector extranjero puede carecer de claves necesarias, de datos de ambiente y de época que el nativo da por supuestos, y que le permiten una comprensión más rápida. Pero esa comprensión también puede ser engañosa, porque lo priva a uno de un cierto grado necesario de inocencia, de encuentro a cuerpo limpio con el libro. En A sala magenta hay retratos sagaces e irónicos, incluso crueles, de personajes de una fauna entre intelectual y mundana que se repiten en cualquier ciudad de cualquier país, con las dosis habituales de mezquindad e impostura, de vanidad, de pura tontería pretenciosa. Yo imagino que un lector portugués creerá reconocer en ellos, con esa satisfacción que provoca la malevolencia, a modelos reales, y leerá otros nombres bajo los que tienen en la novela. Yo tengo la libertad de verlos como criaturas de la imaginación de un novelista. Existen para mí exclusivamente a partir de las palabras de las que están hechos. Y deduzco su verdad no del parecido con personas reales, sino de su coherencia como personajes inventados, que pueden existir en Lisboa igual que en Madrid o en Nueva York o en París, pero que existen sobre todo, soberanamente, en esta novela de Mário de Carvalho.

Dejando aparte las divagaciones amargas de la memoria, toda ella sucede en un escenario claro y limitado, la casa de campo, el bosque, las orillas del lago. En esa precisión espacial encuentro un hálito como de drama de Chéjov: el contraste entre un lugar confinado y la amplitud y las lejanías del mundo; el amor a lo próximo y la nostalgia de lo ajeno y lo perdido y la impaciencia y la imposibilidad de estar en otra parte. Pero hay algo más de Chéjov, un aire de familia, el visitante formal que llega a la casa, la hermana que dedica su vida con toda naturalidad a una bondad tan compasiva que acepta o finge que acepta las mentiras que los demás cuentan sobre sí mismos para no contrariarlos. Mário de Carvalho escribe con un estilo llano que es tan eficaz en la descripción sumaria de un paisaje o de una corriente de conciencia, y que de pronto se alza en arrebatos visionarios, en conjuros de poesía antigua de la naturaleza. Las cosas son como son y así merecen ser celebradas. El director de cine charla con su hermana a la orilla del lago y una cigüeña levanta el vuelo a unos pasos de ellos. Mário de Carvalho se recrea en la narración de ese vuelo y añade: “Ninguno de los dos hermanos se dio cuenta”.

El salón magenta. Mário de Carvalho. Traducción de Antonio Sáez Delgado. Xordica, 2013. 192 páginas. 16,95 euros.

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