Un mapa para el mientras tanto

Pablo Simón da cuenta en ‘El príncipe moderno’, con una redacción clara y amena, de las principales fracturas del anterior orden político

La policía vigila la manifestación convocada en Madrid bajo el lema 'Rodea el Congreso', el 25 de septiembre de 2012. BERNARDO PÉREZ

La información se multiplica a nuestro alrededor. Acumulamos pestañas abiertas en el móvil o el ordenador con artículos pendientes de leer. Recibimos probablemente más datos en un mes que nuestros antepasados durante toda una vida. Sin embargo, eso no nos proporciona mayores certezas ni más seguridad o confianza en el futuro, porque estamos atravesando una época de dislocación: desestructuración del sentido de las cosas, fragmentación social y de las preferencias, crisis de los referentes intelectuales y morales, colapso de las expectativas. Los actores, instituciones y creencias que nos expli...

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La información se multiplica a nuestro alrededor. Acumulamos pestañas abiertas en el móvil o el ordenador con artículos pendientes de leer. Recibimos probablemente más datos en un mes que nuestros antepasados durante toda una vida. Sin embargo, eso no nos proporciona mayores certezas ni más seguridad o confianza en el futuro, porque estamos atravesando una época de dislocación: desestructuración del sentido de las cosas, fragmentación social y de las preferencias, crisis de los referentes intelectuales y morales, colapso de las expectativas. Los actores, instituciones y creencias que nos explicaban el mundo, que lo hacían comprensible, manejable y previsible, ya no existen o atraviesan serias dificultades.

En este momento histórico necesitamos con urgencia asideros para pensar lo que le sucede a nuestras sociedades e imaginar salidas de la incertidumbre. Pablo Simón realiza en El príncipe moderno una sólida, cuidada y didáctica reivindicación de la ciencia política como herramienta para producir claridad en medio de la confusión. Simón postula el oficio de científico político —popularizado en nuestro país en los últimos años a raíz de las transformaciones políticas en marcha y sus nuevos actores— como un nuevo tipo de intelectual, comprometido no solo con el “deber ser”, sino, específicamente, con las condiciones realmente existentes para las negociaciones para la transición del “ser” al “deber ser”. Postula, por tanto, un saber provisional, pero que puede y debe ser riguroso, necesitado de un viaje constante de ida y vuelta entre la teoría y el contraste empírico. No puedo por menos que simpatizar con solidaridad gremial.

Lo que caracteriza a todo conocimiento que se pretende científico es el método, y el autor lo pone en práctica ofreciendo una suerte de “mapa para tiempos de grietas”, en el que da cuenta de las principales fracturas del anterior orden político y a partir de las cuales habrá que reorganizar el que está por llegar. Con un estilo inconfundiblemente anglosajón y una metodología muy propia de la política comparada, recorre la crisis de los Estados nación y su relación con la Unión Europea, los cambios en los sistemas de partidos y las dificultades de los mecanismos representativos, el desgaste de los Estados de bienestar y de la socialdemocracia como actor político, los patrones de voto y los nuevos clivajes que ordenan las lealtades, con especial peso de las cuestiones territoriales y las identidades nacionales. Simón es capaz de combinar un extenso conocimiento de casos y detalles concretos con una redacción clara, amena y con guiños incluso socarrones. Resulta en ese sentido un gran esfuerzo de traducción de la academia a la divulgación.

La pregunta es cómo construir algún tipo de voluntad general en medio de la dislocación, de unidad en medio de la turbulencia

El autor toma acertadamente como punto de partida en su reflexión sobre la política a Maquiavelo —otro italiano mucho más citado que leído— para afirmar que la política tiene una lógica propia que debe ser conocida. Reconoce que la política no es un epifenómeno ni expresión superestructural de fuerzas que la determinen, sino que es una actividad autónoma de atribución a los hechos sociales de un sentido que nunca está dado. Asume en consecuencia que la sociedad tiene un pluralismo irreductible, que no preexiste una suerte de “interés general” previo a la articulación de las preferencias. Pero ese “interés general” es una ficción necesaria para vivir en sociedad, un anclaje, siempre temporal y en disputa, para organizar la convivencia y producir orden. Por eso la política no es una actividad sólo de leer e interpretar lo que ya existe, sino principalmente de imaginar y articular voluntades a partir de la fragmentación y la pluralidad irreductible. Hoy, en esta época de dislocación, esa fragmentación se multiplica y es el dato primero e ineludible para quienes quieran pensar la reconstrucción de una sociedad rota, de un contrato social rasgado y sustituido por la ley del más fuerte.

La pregunta inmediata entonces, la más importante de nuestro tiempo, es cómo construir algún tipo de voluntad general en medio de la dislocación, de unidad en medio de la turbulencia y la fragmentación. No parece que esa “voluntad general” vaya a emanar por sí sola de ninguna pertenencia estadística u hoja de Excel —­como Simón reconoce en el capítulo 5, titulado ‘No es solo la economía, estúpido’—, pero tampoco parece, pese a los paladines de la atomización, que haya alguna convivencia posible que no requiera valores, ilusiones y mitos compartidos que permitan fijar normas y hábitos que estabilicen la sociedad.

La ciencia política rigurosa es una herramienta imprescindible para entender la ruptura del lazo social, diagnosticar las líneas de fractura y apuntar soluciones para su suturación. Pero si el politólogo quiere ser intelectual del nuevo tiempo —como se apunta en el capítulo 4—, no debe olvidar la exigencia de otro célebre italiano, el mejor discípulo de Maquiavelo: la construcción de una voluntad colectiva es ante todo una “reforma intelectual y moral”, una pugna apasionada por que unos valores y afectos constituyan el pegamento social y el espíritu de un nuevo tiempo en el que el todo sea superador de la suma de las partes. La politología puede ser a los nuevos intelectuales como la bata a los médicos, los números a los economistas o el latín antiguamente a los curas: una armadura de distancia y autoridad. Pero la ciencia política es siempre un conocimiento aplicado, partisano. Siempre se piensa desde unos valores, desde un afecto científicamente indecidible, propio y que estimamos mejor. El contraste de estos, y no la quietud, es el motor de la libertad y el progreso social.

El príncipe moderno que apunta el autor, ese organizador colectivo y abridor de nuevos horizontes, que en las razones de su tiempo encuentre ya las posibilidades del nuevo y más justo, tiene que ser un animal anfibio con capacidad de moverse entre el rigor de la reflexión y la pasión del compromiso, entre la prudencia y el ardor de las convicciones, con firmes ideales y al mismo tiempo la responsabilidad pragmática de intentar realizarlos en un contexto nunca idóneo. Ese espacio de penumbra, a caballo entre dos lógicas, la de la verdad y el poder, la del conocimiento y la victoria, no es el más agradecido, es resbaladizo y arriesgado, pero es el único fértil para los tiempos turbulentos: pensar en el filo.

El reto de mi generación no es cambiar el color de los Gobiernos de nuestros países, es hacer que nuestros países vuelvan a serlo tras décadas de disolución neoliberal. Ese no es un reto que se le puede ni deba confiar a los partidos o a los poderes fácticos. Es un trabajo de agregación y seducción, de construcción de una comunidad que se dote de seguridades, reconstruya la confianza y mire junta al futuro. Es, antes que una empresa electoral o institucional, una obra cultural, antropológica. Para la que hace falta multiplicar los esfuerzos intelectuales para salir del desconcierto y sentar las bases de un ciclo optimista en el que la recuperación de antiguos derechos favorezca la conquista de otros nuevos, en una espiral de profundización democrática. El camino es siempre el “mientras tanto”. Y se camina sin duda con esa “ética de la responsabilidad” weberiana que el autor propone como norte de nuestras brújulas. En sus palabras: “No esperando que salga el sol”, sino encendiendo la luz, todos los interruptores, por imperfectos que sean, que estén al alcance de nuestras manos. Desde luego, la contribución de Pablo Simón a ese camino, a esas brújulas, no es menor.

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Autor: Pablo Simón.


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