Opinión

El buen vestir del cuerpo ajeno

Cuando jugamos, dejamos de ser nosotros mismos para convertirnos en un otro que, a la vez, es un yo

Una imagen del videojuego 'Everything' de David O'Reilly.

Empecemos por donde debería empezar todo texto: ¿si un videojuego se cae en un bosque y no hay nadie para jugarlo, sigue siendo un videojuego?

Una verdad universal que aparece en la mayoría de libros de diseño de videojuegos es el círculo (se puede encontrar como un yin-yang en The Art of Game Design de Jesse Schell y como un diagrama más detallado en ...

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Empecemos por donde debería empezar todo texto: ¿si un videojuego se cae en un bosque y no hay nadie para jugarlo, sigue siendo un videojuego?

Una verdad universal que aparece en la mayoría de libros de diseño de videojuegos es el círculo (se puede encontrar como un yin-yang en The Art of Game Design de Jesse Schell y como un diagrama más detallado en Game Feel de Steve Swink), como un uróboros, del jugador con el juego. El juego está en el jugador que está en el juego que está en el jugador. Y, de hecho, el juego también está en el medio, entre el jugador y la máquina, en las ondas y partículas de luz que llegan hasta nuestros ojos y en las reacciones que tenemos al pulsar un botón y el tiempo que tarda la máquina en responder. En todas las partes está el juego.

Pero quiero centrarme en uno de esos procesos, algo que trae a colación tanto Everything de David OReilly como Super Mario Odyssey de Nintendo: la identificación del jugador con el avatar. Cuando jugamos, dejamos de ser nosotros mismos para convertirnos en un otro que, a la vez es un yo. Vuelve uróboros. El otro es yo que soy yo que es otro. En todos los juegos donde hay un avatar principal que controlar (esto excluiría, por ejemplo, a los juegos de gestión, donde somos un Dios que lo ve todo desde cierta omnipresencia), nos perdemos a nosotros mismos dentro de ese avatar. No decimos que el avatar se cae por el agujero, sino que somos nosotros los que hemos caído por el agujero.

Así, llegamos a dos juegos que han salido en 2017, uno a comienzos y otro a finales, cuyo tema central, el principal vertebrador del juego mismo, es este: la identificación. ¿Quién soy yo en este mundo del juego? ¿Cuál es mi papel? ¿Qué visión tengo del mismo? ¿Cómo interactúo con el mismo?

Al entrar en un juego y adoptar un avatar firmamos un acuerdo sobre la realidad del mismo juego: todo lo que vea en él es objetivo y real, mi punto de vista es el válido. A excepción de las tramas puñeteras con sus plot twists, esto es así. Lo que hace Nathan Drake en los Uncharted es lo que hay que hacer en los Uncharted. Si Nathan Drake cae en medio del bosque y no estoy yo abajo para recibirlo, no hace ruido. No se mueve, no vive.

Otros juegos nos permiten descubrir nuevas capas dentro del punto de vista unificado. En Cibele, de Nina Freeman, entrábamos hasta la carpeta de imágenes de su ordenador, leíamos poesías que había escrito en el instituto y, nuestro premio por ser unos cotillas y hacer avanzar la trama, era ser expulsados del juego para ver un trozo de vídeo.

Sucede algo similar en otro juego del año pasado: What remains of Edith Finch, de Giant Sparrow. Allí, los puntos de vista iban saltando entre distintos miembros de una misma familia. Pero, a veces, estos narradores no eran del todo fiables. El primer personaje que adoptamos, una niña pequeña que describe en su diario su última noche en la Tierra, se convierte en un gato y en un búho y en un tiburón a placer.

Este juego con los narradores es la pieza central del juego. Pero siempre volvemos a una misma persona, la que descubre estas historias, ya que es ahí donde radica nuestra identificación. Somos Edith Finch, no todos sus parientes fallecidos. Hay un punto focal desde donde se desarrolla la narración.

¿Qué sucedería desde otra perspectiva? ¿Y si el personaje nos come a nosotros?

Mario es quizás la figura icónica más importante de los videojuegos. Se ha enfrentado tropecientas veces al mismo dinosaurio-tortuga antropomórfico, ha participado en casi todos los deportes conocidos y hasta ha abandonado su trabajo de fontanero porque no daba para más. Pero sigue siendo fiel a sí mismo, a través de los juegos y los años. Cuando nos introducimos en Mario, queda poco de nosotros. Mario nos devora.

A Mario le pasa como a Nathan Drake, claro. Si se cae en medio del bosque, puede soltar un grito agudo y festivo solo si hay alguien para escucharlo. Y vaya si queremos estar en ese bosque.

Super Mario Odyssey puede ser la aventura más compleja a varios niveles de Mario hasta la fecha. Podemos intuir, más o menos, cómo ha sido el proceso de diseño del juego: la idea del gorro, de capturar otros bichos y monstruos del escenario, aparece y entonces todo gira alrededor de ello. Mario tiene a su disposición una docena o más de saltos, listos para ser combinados de formas imposibles y así alcanzar distancias inusitadas.

Póster del videojuego de 'Super Mario Odyssey'.

Jugar con Mario es una delicia. Uno se siente como un atleta corriendo por las dunas del Reino de las Arenas llamado Soltitlán, en una versión un poco racista, bastante estereotípica de México. Entonces llegan las plataformas y los saltos y te conviertes en un acróbata con un talento inusitado para agarrarte a postes y usar tu gorro como trampolín.

Un anécdota: en la Isla del Olvido hay unos pilares dispuestos siempre de forma similar, uno más alto y otro casi pegado al suelo. Pueden ser un par o pueden ser varios. Al golpear el más alto, su disposición cambia y el que estaba pegado al suelo es ahora el más alto y viceversa. Esto sirve para llegar a zonas insalvables, por altas.

Inútil de mí no me di cuenta de esto hasta más adelante, así que me dedicaba a realizar saltos imposibles para poder alcanzar estas zonas. Sin embargo, no resultaba frustrante. Era extraño, porque no me cuadraba que en aquel momento se requiriesen tales habilidades, pero lo hacía gustosamente. Por supuesto, el juego se encargó de enseñarme lo equivocado que estaba.

Lo llamativo de esta entrega es, sin duda, la capacidad de poseer a otros seres. Lanzando el gorro, Mario entra dentro de ellos, lo cual provoca que les salga un bello mostacho. Hay un poco de todo: taxis, tiranosaurios, los goombas básicos, Yoshi, alguna alcantarilla y hasta una especie de moái con gafas de sol.

Es también altamente divertida, esta nueva mecánica. En cada mundo hay un bicho que brilla con luz propia. Se nos da margen de sobra para experimentar con ellos y, como siempre, Nintendo demuestra ser un verdadero maestro a la hora de introducirnos poco a poco en estas nuevas mecánicas, que van desde volar hasta nadar en lava rosa.

Y a la vez se vuelve bastante conflictivo. Ya que la mecánica viene antes y estos bichos son mecánicas disfrazadas de seres, no hay profundidad, no hay gravedad en ellos. No parece que habiten el mundo, solo están ahí a nuestro servicio.

Bien, es ridículo hablar de Mario en estos términos. Pero permitidme la desfachatez. Hay algo siniestro, todos lo hemos notado, cuando controlamos a un señor que a su vez controla un coche por control remoto. Incluso cuando Mario se sienta con un señor anónimo, este le recompensa dándole una preciada energiluna, en un intercambio un tanto violento. El anónimo se lamenta de que ya nadie se pare a contemplar la ciudad, pero nosotros solo nos detenemos porque en el mapa hay una equis gigante que nos indica la situación de la energiluna.

Luego seguimos corriendo y saltando a por la siguiente, sin detenernos. Nosotros tampoco.

El viaje de Mario en esta nueva aventura es un viaje de conquista. De los espacios y los entes. No puede quedar un solo hueco sin escudriñar y un solo ser por poseer. El completismo nos impulsa a ello.

Mario sostiene esta narrativa del héroe conquistador, el salvador blanco que al llegar a un sitio nuevo lo primero que hace es colonizarlo por la fuerza, siendo un extraño, una anomalía en el paisaje. Los seres de cada mundo ayudan a reforzar esta idea, pidiendo nuestra ayuda para derrotar a Bowser.

El diseño es también clave aquí: nuestros movimientos consisten en dominar el espacio, el espacio que ocupan las cosas y el espacio que hay entre ellas, el vacío al que nos caemos si no llegamos al otro lado. Nuestros saltos deben ser precisos y, cuanto más dominemos esta mecánica, más dominio tenemos sobre el mundo.

No hay continuidad entre estos espacios. Solo islas independientes. Vamos de un Reino a otro y, dentro de estos, de un sitio a otro, sin que parezca una totalidad, sino una serie de espacios aislados.

Por un momento, lucidez. Al final de la historia, que no es ni mucho menos el final del juego, Mario rescata a Peach de las manos de Bowser, como era de esperar. Sin embargo, estando todo dispuesto para una boda entre Mario y Peach, esta decide marcharse, dejando con un palmo de narices al fontanero y al dinosaurio, en la nave con la que ha viajado Mario hasta ahora.

Póster de 'Everything', el videojuego de David O'Reilly.

Al volver al Reino Champiñón, Peach ha desaparecido por completo, yéndose a explorar todos esos Reinos desperdigados por el mundo. No se la puede retener en un castillo. No se la puede dominar.

Peach encarna otro tipo de viajero: el turista curioso. Menos radical, aunque también se encuentra dañino en nuestra mundo, solo está ahí, observando la belleza del lugar. El giro sería poder controlar a Peach y poder caminar con ella, un walking simulator donde sacamos fotos y hablamos con los lugareños. Pero seguimos siendo Mario y, además, tenemos aun más lunas que coleccionar.

Todo esto es importante porque, bueno, hemos cambiado. El medio, nosotros, nuestros puntos de vista, nuestro lenguaje. Y, más importante aún, las comparaciones.

En Everything, poseer no es dominar, sino comprender. Yo empecé siendo un ciervo, pero quizás tú fuiste un caballo, un león, un mono o un cerdo. No hay muchas cosas que podamos hacer en Everything, pero las pocas acciones son relevantes: podemos cantar, para comunicarnos con otros seres como nosotros, podemos juntarnos con estos seres, iguales que nosotros o parecidos, y bailar para crear nuevos seres como nosotros.

Sin embargo, la importancia de este juego es la capacidad para saltar entre seres, para ascender y descender de magnitud, para variar nuestra perspectiva del mundo. Comencé como un ciervo, pero rápidamente salté hasta un orangután (me hacía más gracia) y sin querer acabé en una flor. Luego descendí, hasta ser una partícula de polen y de allí salté hasta una garrapata. Poco a poco ascendí y ascendí, sin saber dónde se terminaba todo. Lo terminé al convertirme en el sol, pasando por ser un continente que se movía y cantaba y reunía a otros continentes y el mundo entero.

Everything es otro juego vasto en su completismo. Hay muchos seres que ser y el juego lleva la cuenta de todos. Cada vez que entras en uno, este se desbloquea y puedes serlo en cualquier momento.

También es un juego que, al comienzo, bloquea la identificación con el jugador: los animales no caminan, no hay animación (sería un trabajo costosísimo, en este caso), sino que rotan sobre sí mismos. Al no estar focalizados en un avatar, parecería que nuestra implicación con el juego se pierde. Nada más lejos de la realidad.

En realidad, la experiencia es fluida y profunda. Ayuda la música compuesta por Ben Lucas Boysen y Sebastian Plano, también los encuentros con la voz de Alan Watts, recogida en diferentes charlas. No hay nada fortuito, no hay penalización ni errores en el juego. Todo avanza a su propio ritmo. Tú avanzas a tu propio ritmo. Es fantástico llegar a ser una mota de polvo para entonces convertirte en un cometa que cruza una galaxia.

En Everything todo está conectado. Todo se deja al azar, porque todo fluye y no hay posibilidad alguna de poseer o dominar nada. Solo quedamos nosotros, desnudos, ante todo. Porque en este juego no encarnamos un avatar. Encarnamos al juego. Por ello, el espacio que transitamos también somos nosotros y no hay espacio entre las cosas porque ese vacío también somos nosotros.

Lo comentaba el propio OReilly en una entrevista con Rolling Stone: no hay nada nuevo en este juego, ninguna idea que no se haya tratado antes. Podría haber escrito un artículo al respecto, pero eso "sería un poco estúpido". Porque la importancia del juego no radica en sus ideas, sino en la presentación de las mismas. Y tampoco es que podamos sentirnos un reno, porque vivir la experiencia del reno no es importante. Lo importante es mirar desde los ojos del reno.

En Mario sucedía lo opuesto: podemos replicar las experiencias de los seres que poseemos, pero son falsas. Saltamos como ellos, vivimos como ellos, pero los usamos para nuestros propósitos. Si acaso, en Everything existe una colonización soft. Nos introducimos en el juego y lo modificamos sin querer, solo por habitar en él. Por ello, cada partida será más única (si es que lo único es gradual) que la partida que dos personas distintas pueden tener en Mario.

Esto se refuerza también con la narrativa, con ese Alan Watts hablando y el juego transmitiéndonos pensamientos. Incluso se lamenta el juego de serlo, ya que la primera o dos primeras horas son el tutorial para jugar. Cuando hemos pasado este mero trámite, comienza Everything de verdad. Ya no hay cortapisas para nuestra libertad y ya comprendemos (no dominamos, como sí pretende Mario al terminarse y dejarnos seguir jugando) cómo jugar.

Cuando te despistas, Everything hace algo que ya hacía el anterior juego-movida interactiva de OReilly: se juega a sí mismo. No es una idea radical, pero cierra el círculo de la experiencia total. Podemos ser el juego cuando queramos, pero el juego también es algo por sí mismo. No existen los espacios vacíos, porque el vacío también es una entidad.

Esta opción se denomina Autoplay y tengo que confesar que me la lio: la dejé sola para ver qué pasaba mientras leía y el juego solo se pasó a sí mismo. Lo observaba, sin hacerme partícipe del mismo, cómo se movía una piedra hacia el final del juego. Una vez allí, interactuó consigo mismo, abrió un menú y borró todos los pensamientos que había almacenado durante horas.

La idea de que el juego es una entidad inacabada esperando por el jugador es tan antigua como el juego mismo. Es lo que los hacen característicos: su alta interactividad, hasta el punto de estar cojos sin el jugador. Si alguna vez esta falta es un diálogo entre distintas personas (la gran creadora vs. la gran jugadora), normalmente a ser una especie de competición. La gran creadora intenta bloquear el avance de la gran jugadora, por varios motivos: para darle valía al propio juego, para alargar la experiencia, para hacerlo emocionante.

Super Mario Odyssey está dentro de esa corriente, donde el juego es un puzzle en el que debe descubrirse su estrategia dominante. Everything se mueve por otros derroteros. Al comenzar, te dice que no hay error posible y que, si no sabes muy bien qué hacer, dejes al juego ir solo. Es un remanso de paz en un mundo con campañas agresivas sobre el hardcore gamer, como era la del Lawbreakers de Cliff Bleszinski, una hipérbole del tratamiento que se le da al jugador medio. Everything no se preocupa por quién seas tú, ni pretende hacerte sentir especial. No te pide que lo domines, solo que formes parte de la experiencia. Bien sea jugando, bien mirando.

Si Everything se cae en medio del bosque, no le importa que nadie le escuche. Porque Everything forma parte del bosque. Y de nosotros mismos.

Diego Freire es diseñador de videojuegos y ensayista.

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