Nicholas Nixon, más cerca

Antes de hacerse un fotógrafo del tiempo fue un fotógrafo del espacio: miraba desde tan lejos que no se distinguían las figuras humanas

Vista de Battery Plaza, en Nueva York, 1975.nicholas nixon (Fraenkel Gallery San Francisco)

Cada aprendizaje de un arte es una curva trazada en el tiempo. La curva del oficio de fotógrafo de Nicholas Nixon va del extremo de la lejanía al de la máxima proximidad: de los paisajes casi a vista de pájaro de extrarradios y desiertos y los himalayas de arquitecturas de Manhattan a la cercanía de los ojos que miran con descaro y confianza a la cámara; y a partir de ahí hasta otra cercanía ya intraspasable que es la de la piel misma, la de los cuerpos abrazados y adheridos entre sí, la del iris de un ojo ta...

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Cada aprendizaje de un arte es una curva trazada en el tiempo. La curva del oficio de fotógrafo de Nicholas Nixon va del extremo de la lejanía al de la máxima proximidad: de los paisajes casi a vista de pájaro de extrarradios y desiertos y los himalayas de arquitecturas de Manhattan a la cercanía de los ojos que miran con descaro y confianza a la cámara; y a partir de ahí hasta otra cercanía ya intraspasable que es la de la piel misma, la de los cuerpos abrazados y adheridos entre sí, la del iris de un ojo tan abierto como la lente de un objetivo. Entonces parece que el fotógrafo quiere ir más allá, más cerca todavía, más hacia adentro, hasta la orografía de los poros y las escamas de la epidermis, hasta ese túnel que se abre en la pupila y da la impresión de mostrar la penumbra del alma, ese espejo que al mismo tiempo refleja y observa.

Al principio Nicholas Nixon miraba desde tan lejos que en sus fotos no se distinguían figuras ni huellas de presencias humanas. En una de sus fotos más antiguas, una vista del Río Grande en Nuevo México, la sensación de la soledad de la naturaleza es tan pura que podría tratarse de una foto tomada en los primeros días de la creación, antes de que aparecieran los seres humanos, o en ese pasado de hace unos 15.000 años en el que aún no habían llegado los primeros pobladores al continente americano.

Antes de hacerse un fotógrafo del tiempo y de las vidas humanas, Nicholas Nixon fue un fotógrafo del espacio. Una extensión de asfalto es tan plana y sin límites como el desierto mismo en el que ha sido roturada. Una iglesia, un motel, un restaurante de carretera podrían llevar abandonados tanto tiempo como los pueblos de casas de adobe en los que vivió una tribu extinguida.

Antes de hacerse un fotógrafo del tiempo fue un fotógrafo del espacio: miraba desde tan lejos que no se distinguían las figuras humanas

Un artista tantea mundos diversos antes de encontrar el suyo. En las fotos de Nicholas Nixon de mediados de los años setenta hay una mirada de espectador en tránsito, algo del romanticismo desolado de Robert Frank o de Stephen Shore, la cámara que dispara desde un coche en marcha o desde una esquina casi desierta donde el viajero acaba de llegar y a donde no piensa volver nunca. Como un zoom gradual, como uno de esos movimientos de cámara de cine suspendida muy alto de una grúa, Nicholas Nixon llega por fin, desde la naturaleza y el suburbio apenas trazado en el desierto, al panorama de las grandes ciudades. Pero las ve como vería cordilleras, cañones o barrancos, en el dramatismo del anochecer o de un día de niebla y llovizna.

Fijándose bien, gracias al tamaño y a la calidad extraordinaria de la placa fotográfica, se distinguen ventanas en las que hay luces encendidas, coches que circu­lan al fondo de los desfiladeros de las calles. En Nicholas Nixon hay desde el principio una solvencia técnica infalible, pero su mirada solo es suya cuando en ese gran viaje desde la lejanía a la proximidad baja al nivel de una acera y se encuentra en ella con figuras humanas. En una foto de 1977, tomada en Cambridge, se ve a un hombre de cuerpo entero, con gorra y abrigo, en una luz limpia de mañana de invierno, inclinado sobre una cartera abierta en la que está guardando o buscando algo, delante de una alta valla de madera pintada de blanco. La luz solar perfila nítidamente su sombra contra la blancura de la valla: la espalda encorvada, la visera de la gorra, el perfil, la cartera. Hay una mezcla de instantaneidad y de quietud, una sensación de anchuroso silencio, en una calle residencial de casas familiares con jardines y sólidos árboles sin hojas.

Pero todavía dura una distancia de cautela o respeto. El hombre de la gorra puede ser un desconocido, y está tan absorto en su búsqueda que podría no haber notado la presencia de la cámara. Sucede igual en otras fotos de ese año, en el mismo tipo de zonas residenciales confortables y muy arboladas de Nueva Inglaterra: unos niños juegan con una bicicleta mientras un hombre hace algo tumbado debajo de un coche; alguien, un fotógrafo, examina con interés un almendro florecido.

Parece que Nixon ha medido con deliberación cada paso que va dando hacia la cercanía. Se ha entrenado con lo más familiar, retratando primero a su mujer y a sus hermanas. En 1979 hace fotos de gente en la playa, o en la orilla del río Charles, quieto como un lago, con una lisura que favorece reflejos casi tan detallados, tan estáticos, como los que lograba Seurat con sus pinceles puntillistas. Un hombre y un niño, los dos con el torso desnudo, en lo que parece el calor brumoso del verano, se refrescan junto al agua, en una composición tan rigurosamente clásica como la de un cuadro de bañistas de Cézanne. En la bruma ligera de la lejanía resaltan los edificios verticales de Boston. El hombre, con gafas de sol, con tatuajes en el cuerpo carnoso, mira hacia el agua. Es el niño el que se vuelve hacia la cámara, en una pose a medias casual y a medias dotada del simbolismo de las edades de la vida, porque es un niño gordito que al cabo de no muchos años se ve que se habrá convertido en un adulto semejante a su padre, quien debió de ser muy parecido a él cuando tenía su edad.

La técnica es inseparable del estilo. El niño mira sin sorpresa, porque el fotógrafo no es un pasajero furtivo con una pequeña cámara en la mano, sino alguien que lleva un rato con él y con su padre, que ha situado no sin esfuerzo su cámara voluminosa delante de los dos. No hay un artista y un modelo tan separados como un científico y un espécimen por la lente de un microscopio, por la jerarquía entre quien retrata y quien posa. En el itinerario de su formación, Nicholas Nixon acierta a descubrir su propia mirada en el encuentro y en la aceptación cordial de la mirada de los otros. Es justo en ese trance y no otro donde sucede la fotografía, donde se detiene el curso del tiempo para permitirnos el lujo de que podamos verlo todo, con la atención exclusiva que se merece, un ser humano en cualquiera de las edades de la vida, una pareja que se ríe abrazándose, una cortina de un dormitorio en la que empieza a filtrarse el día.

‘Nicholas Nixon’. Fundación Mapfre. Bárbara de Braganza, 13. Madrid. Hasta el 7 de enero de 2018.

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