El nuevo (y volátil) paisaje político chileno
Kast tendrá que moverse en un equilibrio estrecho: demostrar firmeza evitando los maximalismos, mantener apertura al diálogo sin diluir su identidad y sostener la adhesión sin mostrar aún los resultados que prometió
La victoria de José Antonio Kast marca un punto de inflexión. Por primera vez desde la redemocratización, un candidato estrictamente de derechas —un discípulo de Jaime Guzmán— entra a La Moneda. Esto da origen a un nuevo paisaje político cuyo tiempo de duración sigue siendo una incógnita.
Hay quienes sostienen que el clivaje del plebiscito de 1988 ha sido sustituido de forma definitiva por el del referéndum constitucional del 4 de septiembre de 2022. Me temo que esta lectura tiene algo de voluntarismo. La sociedad chilena se funda hoy sobre bases menos estructuradas, carece de los soportes religiosos e ideológicos de ayer, es más homogénea en términos educacionales, dispone de flujos de información más rápidos y masivos, y se organiza sobre relaciones más transaccionales. No es claro, entonces, que las opciones adoptadas en una elección se reproduzcan mecánicamente en las siguientes.
Kast no irrumpió como un fenómeno súbito. Anticipó lo que Durkheim escribió a comienzos del siglo XX: que, de prolongarse en exceso, la efervescencia colectiva y la fusión del individuo en la masa producían cansancio, temor y una reacción agresiva. Fue lo que ocurrió en Chile tras la explosión social que estalló en el segundo Gobierno de Sebastián Piñera. Esta fue seguida por un período de gran convulsión, acentuado por la pandemia, la delincuencia, la inmigración y la inflación —no solo monetaria, sino también ideológica, como se expresó en la Convención Constitucional—. Todo ello generó una reacción o backlash, traducida en una demanda ciega por orden y previsibilidad. Kast fue el primero en advertirlo. Su campaña —que inauguró en 2017, cuando desafió a Piñera— fue constante, disciplinada, imperturbable, hasta que logró conectar con un país que de pronto sintió que perdía el control de su rumbo.
En su larga carrera hacia La Moneda, Kast fue aprendiendo de sus errores, en particular del rechazo que provocaban en mujeres y jóvenes sus posturas morales conservadoras. De ahí que en la reciente campaña abandonara la guerra cultural y moderara sus bordes más rupturistas. Su discurso fue esta vez eminentemente conservador: seguridad, crecimiento económico, regulación de la inmigración y reforma del Estado.
A ello se sumó un factor decisivo: el retorno al voto obligatorio. Cinco millones de nuevos electores ingresaron al padrón y, en su gran mayoría, se inclinaron por Kast. No se trata necesariamente de una adhesión a su ideario. Este “nuevo” electorado —menos ideológico, más pragmático, receloso de la política y del Estado— vio en él una respuesta simple a inquietudes existenciales vinculadas al desorden y a la erosión de la autoridad. Jeannette Jara, su adversaria, retuvo prácticamente la misma votación que Boric con voto voluntario. Su incapacidad para acceder a este electorado que hoy define las elecciones y quedarse encerrada en un núcleo politizado y eminentemente urbano, abre una seria interrogación sobre el futuro de la izquierda en el corto plazo.
Las primeras señales del presidente electo mostraron fueron más sobrias de lo que hacía presumir su campaña. La noche de su triunfo llamó a la paciencia, rebajó expectativas, habló de acuerdos nacionales y dio garantías explícitas de respeto al Estado de derecho, a la libertad de prensa y al ejercicio pacífico de la protesta. Siguiendo la tradición, sus contactos con el presidente Gabriel Boric fueron cordiales. A este clima contribuyó la reacción de Jara, quien reconoció de inmediato su derrota y se comprometió con una oposición constructiva y ajena a toda forma de violencia.
Es una buena señal que, aprendiendo quizás de lo que no hizo el presidente actual tras su victoria en 2021, el presidente electo anunciara de inmediato su voluntad de ampliar su base de apoyo mediante una alianza formal entre las fuerzas políticas que lo respaldaron en el balotaje. Con todo, tendrá que moverse en un equilibrio estrecho: demostrar firmeza evitando los maximalismos, mantener apertura al diálogo sin diluir su identidad y sostener la adhesión sin mostrar aún los resultados inmediatos que prometió en campaña.
La derrota de la izquierda no supone su colapso, pero sí deja al descubierto una fractura que ya no puede disimularse. La izquierda postmaterialista —que alcanzó su momento de mayor influencia con la elección de Boric y la Convención Constitucional— mostró su inmadurez a la hora de gobernar y aparece hoy desconectada de una sociedad dominada por el temor y ávida de certidumbres. La centroizquierda (el Partido Socialista y el PPD) nunca resolvió su transición generacional ni la obsolescencia de sus propuestas. Y el Partido Comunista, pese a haberse renovado, debió correrse para hacer viable la candidatura de su militante Jeannette Jara. Como ella misma señaló la noche de la derrota, la izquierda deberá preguntarse con franqueza qué puede ofrecer en un país que ya no responde a los códigos culturales que dominaron los últimos treinta y cinco años y que eligió a un presidente que reivindica el orden, la disciplina, la jerarquía, el trabajo, la familia y la obediencia a Dios.
El país no votó necesariamente por una restauración conservadora, sino más bien por una promesa de orden en medio de un clima de incertidumbre; pero podría inclinarse en esa dirección si el nuevo Gobierno tiene éxito. Eso dependerá de su capacidad para interpretar a una ciudadanía cansada de promesas grandilocuentes y respuestas retóricas, y a la vez desconfiada del talante elitista y aristocrático de la derecha chilena. Si lo consigue, quizá pueda dar equilibrio y proyección al nuevo paisaje político. Si no, su Gobierno será otro episodio en una larga secuencia, de décadas ya, de un país que prefiere el zapping a perseverar en un mismo rumbo.