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Elecciones Chile
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Desafíos

No basta con ordenar el Congreso ni mejorar indicadores económicos; se requiere sobre todo recomponer confianzas, adaptar instituciones a una ciudadanía más exigente y construir acuerdos duraderos

Peatones del distrito financiero de Santiago, el 21 de julio.

Chile llega a su próximo ciclo presidencial con una democracia intacta, pero tensionada. No se trata de una crisis abierta, sino de algo más complejo, que muestra un país donde la gobernabilidad se ha vuelto un bien escaso porque la ciudadanía, los partidos y las instituciones ya no responden a los incentivos y patrones que ordenaron la política durante las últimas tres décadas. En este contexto, los nuevos habitantes de La Moneda deberán enfrentar un ecosistema de opinión pública profundamente volátil y un sistema político potencialmente fragmentado que podría obstaculizar tanto la construcción de mayorías como la ejecución de políticas de largo plazo. En este escenario se configuran los siguientes desafíos de gobernabilidad que describo a continuación, sin un orden jerárquico.

Uno de los desafíos más complejos es la erosión de la confianza institucional, un fenómeno que no es exclusivo de Chile, pero que aquí se expresa con particular intensidad. Tras años de escándalos, conflictos de representación y procesos constitucionales fallidos, la ciudadanía percibe a la política más como un espacio de disputa estéril que como un mecanismo de solución. Esto implica que cualquiera que ejerza la presidencia deberá estar preparado para gobernar sin el periodo de gracia que antes acompañaba a las autoridades en sus primeros meses. El peso de las promesas electorales hará que sus decisiones sean evaluadas en tiempo real y con un nivel de escepticismo estructural que dificultará construir una legitimidad sostenida. También es probable que se agudice la fragmentación del sistema político, donde la coexistencia de múltiples fuerzas, algunas sin trayectoria institucional sólida, podrían generar un Congreso con mayorías móviles e impredecibles. La gobernabilidad, entonces, ya no dependerá de pactos estables entre bloques, sino de la capacidad del Ejecutivo para articular acuerdos en función de políticas públicas más que por identidad ideológica. Esto exige una combinación poco habitual en la política chilena reciente, una flexibilidad táctica sin renunciar a un proyecto político coherente.

Otro elemento clave es la centralidad de la agenda de seguridad, convertida hoy en el principal termómetro del desempeño gubernamental. En este plano, la ciudadanía redoblará sus exigencias de respuestas rápidas frente al crimen organizado y la sensación de inseguridad, pero todos intuimos que estas políticas requieren tiempo, cooperación interinstitucional y una coordinación territorial compleja, que muchas veces ha fracasado. Aquí el riesgo más evidente es caer en ciclos de frustración, donde colisionan las expectativas inmediatas con los problemas de larga maduración. Para que la seguridad no se convierta en un factor de desgaste permanente, el próximo Gobierno necesitará comunicar con claridad horizontes temporales, explicar costos y mostrar avances visibles en hitos concretos.

A esto debe sumarse la incertidumbre económica y el desgaste del modelo de desarrollo. Chile vive la paradoja de ser un país que ha mejorado significativamente sus indicadores durante décadas, pero que hoy enfrenta un clima social donde esas mejoras no se experimentan como bienestar. La gobernabilidad, en este terreno, dependerá de la capacidad de conciliar crecimiento con reformas que respondan a las demandas de justicia social surgidas desde 2019, y que aún se encuentran insatisfechas. Si el Gobierno se mueve demasiado rápido, arriesgará un choque con actores económicos clave; si lo hace demasiado lento, podría profundizar el malestar ciudadano. En este ámbito, la ventana de acción es estrecha y exige un tipo de liderazgo que combine la prudencia técnica con la sensibilidad social.

Otro desafío emergente pero decisivo, es la transformación radical del ecosistema comunicacional. Las redes sociales han acelerado el ritmo del debate, han amplificado conflictos y han reducido el espacio para la deliberación matizada. En este entorno, el Gobierno estará bajo un escrutinio continuo donde cada gesto puede convertirse en símbolo político, de manera que la gobernabilidad dependerá, en gran parte, de la capacidad del Ejecutivo para generar narrativas consistentes y evitar que la conversación pública sea capturada por episodios aislados o polémicas de corta vida. También será clave enfrentar el desafío territorial, puesto que Chile es hoy un país más heterogéneo, donde territorios con realidades socioeconómicas y culturales distintas demandan soluciones diferenciadas, de manera que la centralización excesiva ya no solo será un problema administrativo, sino un factor de deslegitimación política, con tensiones permanentes a nivel regional y local.

A estos factores estructurales se suma el hecho de que la ciudadanía ya no es un actor pasivo. La sociedad chilena está más informada, más demandante y menos dispuesta a delegar. Este empoderamiento ciudadano, aunque positivo para la calidad democrática, complejiza la gobernabilidad porque multiplica las fuentes de presión sobre el Ejecutivo. Gobiernos pasados solían tener uno o dos frentes críticos por vez; ahora cualquier día puede abrir cinco simultáneamente, desde crisis ambientales hasta conflictos educacionales, pasando por tensiones migratorias o disputas sectoriales. La gestión de estas múltiples agendas requiere un Estado con mayor capacidad, justamente cuando la confianza en ese Estado es baja.

Mirado globalmente, Chile no vive una crisis institucional comparable con la de otros países de la región, pero sí atraviesa un reacomodo profundo de su cultura política, proceso que aún no decanta. Así, nos movemos en un espacio disputado por las emociones, por las expectativas desbordadas y un sistema representativo que no logra transmitir estabilidad, de manera que el próximo periodo presidencial será una prueba para evaluar si Chile puede reconstruir una gobernabilidad adaptada a los nuevos tiempos. Para esto no basta con ordenar el Congreso ni mejorar indicadores económicos; se requiere sobre todo recomponer confianzas, adaptar instituciones a una ciudadanía más exigente y construir acuerdos que, aunque modestos, sean duraderos. De otra manera, seguiremos atrapados en un ciclo interminable de expectativas incumplidas y desafección creciente.

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