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Constanza Michelson, ensayista: “Me interesan los que se creen buenos, pero aman la destrucción del otro”

La psicoanalista chilena, reconocida este año por su libro ‘Nostalgia del desastre’, se adentra en los intersticios morales de la vida social, en los sobregiros del discurso político y en “las palabras que inflaman”

“Las palabras, primitivamente, formaban parte de la magia y aún conservan algo de su antiguo poder”, dijo Sigmund Freud en sus conferencias de introducción al psicoanálisis (1915-1917). Y una psicoanalista como Constanza Michelson (Viña del Mar, 47 años) estará siempre dispuesta a hacerse cargo y tomar nota del poder -expresivo, transformador, interpretativo- de las palabras.

Columnista en distintos medios, fundadora y editora de la revista Barbarie, y panelista del pódcast Operación Daisy, además de terapeuta, Michelson es también autora de libros ensayísticos, el último de los cuales se ha llevado los reconocimientos del Círculo de Críticos de Artes y el Ministerio de las Culturas. Nostalgia del desastre. Variaciones sobre el odio, el aburrimiento y la ternura (Seix Barral, 2024) integra, asimismo, un grupo de obras de autores locales recomendadas para su traducción al alemán en el marco de la participación de Chile como invitado de honor a la Feria del Libro de Fráncfort 2027.

En un café de Providencia que alguna vez fue la casa de sus abuelos paternos, la autora aborda, por ejemplo, lo que las palabras implican cuando no dicen la verdad y describe cómo Nostalgia del desastre tiene su origen en un tuit anónimo de 2021 según el cual su padre - el químico farmacéutico Winston Michelson, encargado reo en 1985 por lesiones menos graves contra la madre de Constanza- fue un agente de la dictadura de Pinochet.

Descartada esa hipótesis -tras la investigación de un periodista que alguna vez le había concedido veracidad-, empezó la escritora un camino que la llevó a ver las semejanzas entre el suyo y otros casos, como el de Laurence Debray, la autora de Hija de revolucionarios: su padre, Régis Debray, siguió al Che Guevara pero no lo entregó a los militares bolivianos, como ha sostenido un porfiado rumor que la hija, pese a la distancia política y cultural con su progenitor, se sintió obligada a desmentir.

“Seamos justos con la verdad”, pide Michelson, que por estos días trabaja en un libro sobre “microdramas” y anuncia el estreno de Nuestra locura, serie basada en su libro Hacer la noche (2022) que llegará en diciembre a las pantallas de UChileTV.

La moral y el odio

En una columna que publicó en EL PAÍS el 7 de octubre, cuenta que, días atrás y con horas de diferencia, su hija presenció un suicidio y una periodista le preguntó qué estaba pasando con la gente que se quita la vida. Poco más adelante, se la ve en la doble posición de experta consultada por un medio y de mamá que quiere decirle a su hija algo que la haga sentir apoyada, pero teniendo “cuidado con el modo de comunicarlo, porque el dolor psíquico es difícil de entender para quien no lo ha vivido”. En pocos segundos, Michelson-madre opta por una solución de baja intensidad, anómala en estos días. No se inclina por “las palabras correctas que explican, sino [por] las que hacen: Te escucho. Estoy aquí”.

Escoger, seleccionar, es un gran tema del lenguaje, más con lo encendidas que están hoy las cosas, piensa la ensayista. “Hoy, ¿nuestras palabras bajan para que podamos pensar, o están hechas para subir, para inflamar?”, se pregunta.

Más preguntas y distinciones asoman en el camino. Por ejemplo, qué se dice según dónde se diga: “Una cosa es que en una marcha seas activista y vayas con un letrero, ‘Si duele, no es amor’, supongamos. Uno entendería que estás contra la violencia en las relaciones, contra la violencia de género. Pero si escribes un libro diciendo, ‘si duele, no es amor’, es que no entendiste nada del amor. Son registros distintos: en el activismo hay un lenguaje, en la política hay otro, en el que tienes que sostener una posición y luego negociar”.

De ahí que la política local, ya zarandeada por otras razones, se vea como un rehén de los estruendos contemporáneos. Es lo que pasa, a su juicio, con “la temporalidad en la política, que me llama mucho la atención: si no nos gustan los plátanos orientales [árboles cuyo polen causa reacciones alérgicas y la tuvo a mal traer durante la entrevista], el plátano oriental tiene la culpa de todo y vamos a hacer una política contra el plátano oriental. ¡Pero espérate un rato! Quizá no es tan así. El problema es que agarramos un tema y lo agarramos a morir, y eso es desesperante. Y es como una bola de nieve que va replicando un tono de la época y una rapidez en que todo se vuelve un poco estúpido”.

Ahora bien, asevera Michelson, para que las cosas sean un proyecto “requieren un tiempo, requieren unas maneras de hacerse, de volver a pensar el conflicto: cómo administrar el conflicto con otros, con uno mismo, con las propias cosas que uno siente. La política también se ve contaminada por todo eso, y cuando aparece un político que piensa las cosas de otra manera, pues parece que no es lo que está de moda”.

¿Y en quién -o quiénes- está pensando, cuando faltan semanas para las presidenciales y parlamentarias? Parte por Carolina Tohá, la exministra socialdemócrata que perdió las primarias del oficialismo en junio, y agrega a la candidata de la derecha tradicional, Evelyn Matthei, que a su juicio “ha tomado otro tono”. Incluso suma a Jeannette Jara (PC), que derrotó a Tohá en las primarias. “Con independencia de que sean ideológicamente dispares, [las tres] cuidan algo muy importante en la democracia: unas formas para pensar y no inflamar”, cree.

Pero un cambio en las aproximaciones no es lo único que se requiere para tener una mejor política y una mejor convivencia. También falta, piensa Michelson, evitar la moralización de estos ámbitos. Falta, en último término, repensar la moral.

“Si hay un tema que me ha interesado en todos mis libros es el sentimiento de los que se creen buenos, pero aman la destrucción del otro en nombre de una moral”, afirma, como quien quiere ir más allá de una “moral de los malos”, siendo estos últimos más bien “ridículos” si se les compara con “el mal banal, el mal de los buenos”. Esto, “porque los malos-malos nos sirven para catalizar nuestro mal” y porque, finalmente, “la moral siempre es mala: siempre tiene que excluir a alguien. No hay negociación contigo mismo, no hay preguntas. Todo está cerrado y siempre el problema es otro: el capitalismo, tu vecino, lo que tú quieras”. Porque la moral puede ser una cartografía para vivir juntos, pero hay mucho mal que se ha cometido en su nombre. “Otra cosa es la ética”, remata.

Así, la autora parece ser de quienes sostienen la importancia de pensar contra las propias certezas, morales o de otro tipo. De ahí que frunza el ceño ante fórmulas como la del “discurso de odio”, que asume que quienes albergan odio y hacen entrar ese sentimiento a la arena pública son siempre otros, nunca los propios. Nunca uno mismo. Otra cosa, plantea, es oponerse a las palabras que deshumanizan.

“Todo lo que se moraliza tiene en sí mismo una cuota de odio”, piensa la autora, “porque cierra el bien y el mal. Si yo digo tal cosa, estoy en el bien y no logro ver mi propio mal. Y también puedo gozar con el malo: ‘qué bueno que hay un malo a quien odiar o demostrarle lo malo que es’. Y eso es todo lo contrario de lo ético, que se da en el encuentro, que es lo contingente, lo contaminado. Uno no puede ser en la vida como es en Twitter [X], porque la vida es mucho más contaminada: uno hace concesiones, se muerde la lengua”.

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