Los candidatos presidenciales y la cultura
Preocupa que incluso aquellas candidaturas que comparten una mirada más técnica y fundamentada se hayan permitido demoras, ausencias y críticas que restan legitimidad al valor social de la cultura
A diferencia de elecciones anteriores, la cultura parece ausente del debate y eso lo hemos revisado desde el Observatorio de Políticas Culturales (OPC). Tres de los ocho candidatos no la mencionan y dos apenas suman una medida. ¿Es otro tema eclipsado por seguridad, crecimiento e inmigración? Probablemente, aunque parece haber más detrás.
Durante las dos décadas posteriores al retorno democrático, la política cultural fue casi exclusivamente terreno de la izquierda. Pero desde 2010, con Sebastián Piñera, la derecha comenzó a incorporar propuestas y equipos técnicos, tendencia que continuaron sus sucesores. Coincidiendo con ello, la actual candidata de esa coalición, Evelyn Matthei, presenta un programa acotado pero bien formulado. Su encargado, Emilio de la Cerda, lo profundizó durante el debate sobre cultura del Festival de Cine de Valdivia, el 17 de octubre, mostrando un buen dominio técnico.
Sin embargo, y a contrapelo de lo anterior, Matthei ha decidido usar a la cultura como ejemplo de aquello que no es prioritario, oponiendo el presupuesto del ministerio de las Culturas al de la Fiscalía. Un ninguneo que sorprende, considerando que fue Piñera —de quien Matthei se reconoce heredera política— quien impulsó la creación del ministerio. Hecho que en sí mismo implicó otorgar a la cultura un lugar equivalente al de otros ámbitos del Estado.
Veamos ahora el caso de José Antonio Kast. En la elección anterior sorprendió con 46 medidas dedicadas a cultura, aunque la mayoría se basaba en falsos supuestos, desinformación y un uso insistente de conceptos como ‘político-partidista’ o ‘ideológicos’, insinuando una cooptación de las políticas culturales por ciertos grupos. Además, promovía la intervención estatal en el lenguaje, proponiendo “reivindicar el idioma castellano, eliminando el lenguaje de género y de incitación a la lucha de clases, étnica o cualquier doctrina que tienda a la división nacional”.
En esta ocasión, solo incluye una medida: un plan de inversiones culturales a diez años, lejos del tono anterior y ajustado a criterios técnicos. ¿Qué debemos entender de este cambio? ¿Que su visión sigue siendo la del programa anterior o que hay una evolución real? La escasa información no permite resolverlo.
Otra forma de aproximarse a una respuesta es observar lo que han hecho sus referentes internacionales: Bolsonaro, Milei o Trump. El panorama no resulta alentador. Bolsonaro desmanteló la institucionalidad cultural de Brasil; Milei sigue un camino similar; y Trump interviene contenidos culturales en museos. Todos han reducido significativamente los presupuestos del sector. Considerando esto —y los 6.000 millones de dólares que Kast ha anunciado recortar—, es comprensible el temor que se ha instalado en el ámbito cultural chileno. No obstante, tampoco sería justo asumir que replicará esas estrategias. En el debate de Valdivia, su representante, Víctor Jiménez, aseguró que “de ninguna manera se pretende rebajar el presupuesto” y que no seguirán el modelo argentino, aunque sin entregar detalles que disipen del todo las dudas.
Por su parte, Johannes Kaiser es quien hoy plantea la propuesta más disonante. Lo suyo no son solo medidas: en el apartado “Batalla cultural. ¿Por qué una política pública para cultura?”, afirma que su programa se basará en pilares como “recuperar el lenguaje”, “defender a la familia” y “desinstalar la ideología de género”, junto a otros como “estimular la participación privada en la cultura” y “promover el arte en todas sus disciplinas”. Una combinación difícilmente operativizable por un ministerio de Cultura.
Como en el Kast de 2021, el lenguaje vuelve a ocupar un lugar central (“el Estado se referirá a ‘La Cultura’, en singular, en todo ámbito”) y reaparece la sospecha hacia la institucionalidad (“finiquitar los programas con resultados negativos o de carácter proselitista” o “impulsar modificaciones al sistema de jurados ideologizado de los fondos concursables”). Incluso propone revisar la oferta literaria de las bibliotecas: “Aquellos libros expresamente para niños y adolescentes con contenido ideológico, sexual o corrompido serán descatalogados”.
Revisemos ahora el otro lado del espectro. De los tres candidatos que se declaran de izquierda, solo uno —Jeanette Jara— incluye un programa de cultura. Representante del sector que históricamente ha mostrado mayor interés en el tema, presenta un programa más completo y técnicamente sólido que el de sus contendores. Sin embargo, de forma inédita, tardó en integrar el tema en sus propuestas programáticas, permaneciendo durante semanas entre las candidaturas que no abordaban la cultura. Más llamativo aún fue que decidiera no enviar un representante al debate en Valdivia, cediendo por primera vez ese espacio completamente a la derecha.
Este recorrido da cuenta de un cambio. Si antes se asumía que el clivaje determinante en política cultural era izquierda–derecha, hoy ese eje es insuficiente para entender lo que sucede. La disputa actual parece situarse entre quienes conciben la cultura como un área más del desarrollo social del país —que requiere políticas públicas basadas en evidencia, conocimiento y visión de largo plazo— y quienes la entienden como un instrumento, sustentando sus propuestas en prejuicios, desinformación y sospechas.
La omisión del tema en la discusión presidencial esconde el hecho de que los avances en políticas culturales —con sus deudas y desafíos— están en entredicho. Por ello, preocupa que incluso aquellas candidaturas que comparten una mirada más técnica y fundamentada se hayan permitido demoras, ausencias y críticas que restan legitimidad al valor social de la cultura, debilitando así su posición en la agenda pública.