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Tarifas eléctricas
Tribuna
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Las causas de la crisis eléctrica chilena

Superar esta crisis requiere mucho más que ajustes tarifarios o cambios de gabinete. Exige revisar de raíz la institucionalidad del sector para clarificar responsabilidades

El bochornoso error en el cálculo de las tarifas eléctricas, que terminó con la reciente salida del ministro de energía, parece consolidar este 2025 como un annus horribilis para la institucionalidad eléctrica chilena. El caótico apagón de febrero, que dejó sin suministro a la mayor parte del país, expuso la fragilidad de un sistema que durante décadas se había presentado como modelo de estabilidad. Las recriminaciones cruzadas entre las distintas autoridades eléctricas por este episodio, sumadas al lapidario informe de la Contraloría y a la posterior formulación de cargos de la Superintendencia de Electricidad y Combustibles contra el Coordinador Eléctrico Nacional, dieron forma a una imagen preocupante: la de una institucionalidad sumida en una profunda crisis.

El panorama se agrava debido a la creciente paralización de los proyectos de inversión, especialmente en materia de transmisión. La maraña regulatoria generada por la permisología sectorial y ambiental, que, en el sector eléctrico, concentra uno de los procesos de autorizaciones más extensos y judicializados del país, ha comprometido seriamente su modernización y resiliencia, así como la posibilidad de cumplir con las metas nacionales de carbono neutralidad.

Frente a esta realidad, muchos prefieren atribuir esta crisis –por convicción, oportunismo electoral o una mezcla de ambas– a errores de gestión o a debilidades del liderazgo político de turno. Pero reducir el problema a la coyuntura equivale a mirar el reflejo y no el fondo: la crisis eléctrica chilena tiene causas mucho más profundas y estructurales. La sostenida alza de las cuentas de luz, por ejemplo, no se explica únicamente por errores de cálculo, sino también por un populismo tarifario que se arrastra desde 2019 y cuya responsabilidad es compartida por casi todo el espectro político.

El deterioro progresivo del sistema eléctrico parece responder, en términos estructurales, a una institucionalidad que se ha vuelto incapaz de sostener un sector cada vez más complejo y en profunda transformación. A lo largo de los años, las funciones de diseñar políticas públicas, fiscalizar su cumplimiento y operar el sistema se repartieron entre múltiples reguladores eléctricos, sin una lógica que los articule ni oriente estratégicamente. Las responsabilidades se superponen, la autonomía técnica cede ante la influencia política, la descoordinación se vuelve cada vez más estructural y los mecanismos de control se debilitan. Más que un diseño orgánicamente coherente, el país ha ido construyendo un entramado institucional que se fue reformando ante desafíos contextuales conforme se presentaban, sin revisar su coherencia estructural.

A esta fragmentación se suma la falta de una conducción estratégica clara. La política energética chilena se ha vuelto reactiva: responde a urgencias, cambia de rumbo con cada administración y carece de una mirada de largo plazo. Las metas de seguridad, asequibilidad y descarbonización conviven más como consignas que como objetivos compatibles dentro de una misma estrategia de política pública.

El Ministerio de Energía, llamado a liderar esa visión, terminó absorbido por la contingencia. Dejó de ser un actor que articula el futuro del sistema para convertirse en un gestor de problemas inmediatos. La Comisión Nacional de Energía, por su parte, ha perdido capacidad y autonomía técnica, y parece atrapada en lentos procesos tarifarios y en la opacidad de normas técnicas cada vez más intrusivas.

La Superintendencia y el Coordinador Eléctrico tampoco escapan a esta realidad. La primera, con una estructura anticuada y una fiscalización más reactiva que preventiva, ha perdido su capacidad para imponer disciplina regulatoria. El segundo, en cambio, presenta debilidades en su gobierno corporativo y en los mecanismos de control que lo supervisan, lo que ha erosionado la confianza en su gestión. Incluso el Panel de Experto, cuya independencia y solvencia técnica le han valido una legitimidad incuestionable, enfrenta hoy tensiones derivadas de la creciente sobrecarga de trabajo y la complejidad del sistema que debe arbitrar.

De esta manera, aunque existan episodios atribuibles a las autoridades de turno, en su mayoría son síntomas de una arquitectura institucional incapaz de gestionar la complejidad de un sistema eléctrico en plena transición. Chile enfrenta la triple exigencia de descarbonizar su matriz, asegurar el suministro y mantener precios asequibles, pero lo hace con un entramado institucional pensado para otro tiempo y con capacidades estatales debilitadas. Como resultado, superar esta crisis requiere mucho más que ajustes tarifarios o cambios de gabinete. Exige revisar de raíz la institucionalidad del sector para clarificar responsabilidades, fortalecer la autonomía técnica de los reguladores y recuperar una planificación estratégica coherente y de largo plazo.

Esa reforma debería formar parte de la largamente postergada agenda de modernización del Estado, que sigue sin encontrar un punto de partida. Pero para avanzar en ello es indispensable abandonar el espejismo de creer que nuestras debilidades institucionales son producto exclusivo de errores coyunturales. Lo que está en juego es la capacidad del Estado para garantizar un bien esencial, la confianza de los ciudadanos en su institucionalidad y la viabilidad misma de la transición energética que Chile ha prometido liderar. Si algo nos enseña este annus horribilis es que la energía no sólo mueve la economía, sino que también pone a prueba la capacidad del Estado que la administra.

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