Ciencia y democracia
En un tiempo donde cada vez la acción se desvaloriza a la sombra del trabajo y la labor, Arendt previó hasta qué punto el mundo de las máquinas asomaba como un sustituto del mundo real
En el último tiempo hemos sido testigos del avance de la Inteligencia Artificial (IA) en el ámbito político. Hace pocas semanas Albania presentó a Diella, su primera ‘ministra’ generada a partir de esta tecnología, con la cual se busca ‘librar al país de la corrupción’ y asesorar a los ciudadanos en la tramitación de documentos públicos. El primer ministro albano, Edi Rama, anunció que Diella, que significa ‘Sol’ en albanés, se encargará de velar por la transparencia en la adjudicación de compras públicas.
En Japón, el Partido del Renacimiento asignó a una IA la función de administrar los recursos y evaluar las propuestas que se originasen al interior de la colectividad ‘con el objetivo de promover una gestión eficiente y transparente’. Esto, atendido los desastrosos resultados que el partido tuvo en las últimas elecciones, que llevaron a la renuncia de su líder y fundador.
Más allá de las críticas, suspicacias o alabanzas que estas medidas puedan generar, cabe preguntarse si obedecen a mero simbolismo o si constituyen las primeras manifestaciones de una nueva forma de hacer política.
Si analizamos el cambio a partir de sus objetivos, la idea de introducir ‘máquinas’ o softwares en la política no pareciera ser tan descabellada, más aún si se atiende a los niveles de desafección y hastío que la ciudadanía experimenta hacia la clase política. En 2024, Albania ocupó el puesto 80° de 180° en el Índice de Corrupción de Transparencia Internacional, lo cual representa un escollo para su objetivo de ingresar en la Unión Europea en 2030. Por otra parte, propender a una mejor organización interna tampoco resulta un disparate tratándose de un partido político que busca alcanzar mayor representatividad.
Los beneficios de las máquinas saltan a la vista cuando se despliegan los desafíos de la política: carecen de pasión y pueden ser más neutrales, calculan mejor, son incapaces de aceptar sobornos o de tener conflictos de interés. Sin embargo, carecen de aquellos elementos que, a la luz de la teoría política, resultan indispensables a la hora de pensar lo público: la responsabilidad del ejercicio del poder y la capacidad de iniciativa sobre la que se basa toda acción y discurso, puesto que, a través de ellos, el hombre se diferencia y se presenta al mundo en cuanto individuos diferenciados.
La legitimidad del poder se sustenta, en parte, porque quien lo ejerce responde por él y asume los costos que sus decisiones puedan tener. La acción política, por su parte, permite, a través de las palabras (lexis) y los actos (praxis), que nos podamos insertar en el mundo humano, pues por su intermedio nos mostramos a los otros, logrando con ello ‘ser alguien’, un ‘quién’ único e irremplazable y no un ‘qué’ agotado en características y propiedades externas. De esta manera, sin acción no se puede seguir siendo humano, ya que, como afirma Hannah Arendt en La condición humana, “el discurso y la acción revelan la calidad de ser distinto que subyace a cada existencia”.
Es este elemento de comunicación lo que distingue a la acción, pues ella permite que podamos “reunirnos con nuestros semejantes, trabajar juntos, aspirar a objetivos y operaciones que no habríamos osados pensar, ni sentir, si no hubiésemos recibido ese don: la facultad de aventurarnos a algo nuevo”. Dicho de otra manera: el impulso que nos obliga a insertarnos en el mundo es el comienzo inherente a todo nacimiento, y por eso es por lo que todo actuar constituye, en esencia, un segundo nacimiento, ya que se traduce en tomar una iniciativa, comenzar y poner algo en movimiento, así como nacer supone el inicio de toda vida. No es casualidad que la palabra griega archein signifique, al mismo tiempo, comenzar, conducir y, finalmente, gobernar.
Sin un espacio donde podamos mostrarnos, quedamos privados de mundo, y con ello, extraviados y huérfanos de habitar. Decir que somos un tiempo huérfano de morada supone el reconocimiento de que los espacios a partir de los cuales configuramos el mundo compartido se hayan deteriorados, si es que no ausentes. Y es esta, me parece, la gran crisis que afecta nuestro tiempo, y bien cabe que nos preguntemos si depositar en el cálculo de las máquinas la cura de nuestros vicios humanos representa la salida a dicha orfandad.
Ello no supone prescindir de las máquinas, pero sí comprenderlas como un medio y una herramienta que debe estar al servicio de la durabilidad y permanencia del mundo, en el sentido de que han de proporcionar estabilidad a la vida humana, y no como un fin revestido de mesianismo y magia que nos ahorra el arduo trabajo de cuidar la convivencia y, ante todo, pensar lo humano y los desafíos de nuestro tiempo.
En un tiempo donde cada vez la acción se desvaloriza a la sombra del trabajo y la labor, Arendt previó hasta qué punto el mundo de las máquinas asomaba como un sustituto del mundo real. Sin embargo, este pseudo mundo no puede realizar la tarea más importante del artificio humano, que es la de “ofrecer a los mortales un domicilio más permanente y estable que ellos mismos”. Por ello, “la pregunta es si las máquinas siguen estando a disposición del mundo o si, por el contrario, los procesos tecnológicos acabarán por controlar al mundo a costa del propio mundo”.