Las jugadas de Javiera Gómez, la ‘gambito de dama’ chilena
La crónica de Belén del Castillo es la ganadora del premio Nuevas Plumas, que reconoce el talento periodístico joven en Chile. El concurso internacional llega al país sudamericano de la mano de la Universidad Andrés Bello (UNAB), la Universidad Portátil y EL PAÍS
En octubre de 2023, al llegar a esa franja de suelo detenida entre las aguas de Inglaterra e Irlanda, Javiera Gómez (22 años) de inmediato notó las similitudes entre la Isla de Man y su natal Valdivia, una ciudad ubicada a unos 800 kilémetros de Santiago. Las nubes que tapaban el cielo, la humedad que espesaba el aire, el viento que le sacudía el pelo negro, liso y suelto que llevaba hasta las caderas. Donde sus ojos cafés miraran se encontraba con el mar vigilándola, igual que en su tierra. En este hemisferio, eso sí, no vería a los gordos lobos marinos que merodean la feria fluvial, aullando por trozos de pescado. Todo lo demás le evocaba a Valdivia y a su familia. A más de 12.000 kilómetros de distancia, Nelson y Paola, sus padres, y su hermano Gonzalo, probablemente estarían frente a sus pantallas móviles, corroborando la conexión a internet para seguirla en el torneo.
La isla tenía el tamaño de Madrid o del centro urbano de Londres, ciudades que Javiera había conocido en otros de sus viajes de trabajo; su trabajo como ajedrecista. Hace más de 10 años que cruzaba el globo derribando las piezas de sus contrincantes como una marejada que se anticipaba y se expandía por la mesa. Cuando cumplió los 14, alcanzó uno de los títulos más altos para una chilena: Maestra Internacional Femenina (MIF), ingresando a la lista de las 134 jugadoras mundiales que sostenían ese título.
El vuelo desde Santiago a Europa fue largo y cansador. Los entrenamientos y los traslados, también. Apenas unos meses antes había pasado por Portugal, Italia, Azerbaiyán y Suiza. Estaba acostumbrada a desplazarse entre aeropuertos, hoteles y sedes deportivas; aterrizar en tantos países, pero sin tener tiempo de conocerlos. Como si de una partida se tratase, Javiera ponía a prueba su voluntad y se adaptaba a los diferentes escenarios: una vez su maleta no llegó y tuvo que usar un vestido prestado para la Copa Mundial de Ajedrez organizado por la FIDE —Federación Internacional de Ajedrez—. En un deporte con más de cinco siglos de antigüedad, la vestimenta formal no es solo una exigencia sino también un gesto de respeto hacia un juego disfrutado por los reyes.
Javiera se encontraba en la competencia más importante de su carrera. El Gran Torneo Suizo de la FIDE se llevaba a cabo dentro de la Villa Marina, un complejo turístico construido a comienzos del siglo XX frente a la bahía de Douglas, la capital. El recinto contaba con edificios impecables, de pilares exteriores y ventanas redondas; había cine, salones y jardines floreados. En el Gaiety Theatre estaban reunidos los mejores ajedrecistas del mundo para enfrentarse en diferentes encuentros. El Gran Torneo Suizo Femenino era uno de ellos, al que solo clasificaban las 50 mujeres con mejor posición internacional. Javiera entró en el puesto 49 y, junto a la representante de Perú, era la única sudamericana. Competiría contra representantes de India, Rusia, China, el mundo entero. Usando tu creatividad puedes sorprender al oponente. Si lograba ganarles, subiría de ranking y se convertiría en la primera Gran Maestra de ajedrez chilena de la historia.
Para conseguirlo tenía que cumplir con ciertos requisitos, el más importante era superar los 2.500 puntos en la puntuación Elo —un tipo de clasificación que determinaba los diferentes niveles entre ajedrecistas—. Después de cada partida, la puntuación de los jugadores se actualizaba, sumando o restando puntos según el resultado del tablero. A sus entonces 21 años Javiera ya contaba con un Elo de 2.210, liderando el ranking femenino en su país. La jugadora que le seguía tenía 1.991. Pero todavía le faltaban más de 200 puntos para llegar a su meta. Podía ver ese número asomarse en el horizonte. La acechaba como las criaturas acuáticas que merodeaban la Isla de Man.
En la ceremonia de bienvenida del torneo, reconoció a las demás deportistas. Había veinteañeras como ella y mujeres que le doblaban la edad, de tantas nacionalidades diferentes. Javiera las saludó cordialmente con su inglés forzado, marcando las comisuras de su rostro redondo y luciendo sus dientes cuadrados. Reconoce los patrones de las personas, analiza cuál es su juego. Al igual que ella, aquellas jugadoras eran alabadas en sus países.
En Chile, a Javiera la llamaban la Gambito de Dama, sobre todo después de su participación en el último Campeonato Nacional. Quedó en cuarto lugar en la sección absoluta, la mixta, y quizás hubiese quedado en el primer lugar si hubiera competido solo contra mujeres. Prefirió, en cambio, desafiar a jugadores que tuvieran mejor puntaje que ella. Desde que empezó a jugar a los seis años se acostumbró a pelear en el tablero con hombres. A esa edad, su padre, Nelson, contador, y su madre, Paola, profesora de educación física, la habían inscrito en otras actividades como gimnasia, flauta traversa, guitarra, tenis de mesa. La niña sobresalía en todo, pero el taller que más disfrutaba era el de ajedrez. Quedó cautivada la primera vez que una amiga la llevó y vio las piezas despertar: peones que avanzaban valientemente, alfiles que tomaban posición en diagonal, torres que embestían las columnas y las filas, una reina que atacaba, un rey que se escabullía y un caballo, su favorito, que galopaba formando una L. Ese universo de 64 casillas, donde el ejército blanco luchaba hasta la muerte con el negro, le fascinó. Frente a ella se desarrollaba una lucha táctica que, si calculaba lo suficiente, podía ganar.
Los profesores le decían a Nelson y Paola que la niña sería una gran médica, ingeniera, lo que quisiera, que tenía una gran concentración y que nunca vería problemas de plata con esa cabeza. Pero cuando participaba en campeonatos locales y la prensa regional la entrevistaba después de sus sorprendentes partidas, la niña decía que solo quería jugar ajedrez.
En 2013 viajó a Santiago con sus padres para conocer a la Gran Maestra Judit Polgar, cuyo Elo de 2.735 la coronó como la mejor jugadora de la que se tenían registros. La húngara estaba de gira por el continente y reparó en la destreza de esa niña de 10 años, tímida, callada, inseparable de su peluche de perrito. Les advirtió a los organizadores del evento que Javiera tenía mucho potencial y que debían apoyarla. Esa revelación también sorprendió a sus padres: la carrera de su hija iba en serio.
En los siguientes años, Javiera abandonó sus otros hobbies. Llegó a un acuerdo con su colegio Domus Mater para flexibilizar su asistencia en periodos de competencias, y mientras sus compañeros se la pasaban de fiesta, Javiera jugaba durante horas con sus entrenadores o con Gonzalo, su hermano menor, que con los años le seguiría los pasos en ese deporte. Asistía a torneos nacionales y luego a internacionales, ganaba y su Elo subía como la espuma. Su familia hacía colectas en línea para financiar los pasajes y pronto su talento cautivó a auspiciadores privados y estatales. Cada vez que le hacían un artículo, una entrevista o sesión de fotos, los periodistas le repetían los mismos comentarios. Como olas que reventaban sucesivamente en su rostro, le reiteraban asombrados que era la número uno, la número uno, la número uno, la número uno.
“¿En serio fui yo?”, se preguntaba cuando se quedaba sola. Javiera repasaba las movidas en su cabeza, buscando aquellos errores que le habían impedido hacer una ejecución perfecta. Aunque hubiese conseguido aniquilar a su oponente en el tablero, nunca quedaba satisfecha con su desempeño, incluso en las victorias. Ese alfil que no debió haber atacado, una reina desprotegida que la expuso a un jaque. Su estilo de juego era seguro y conservador, y perder le resultaba difícil de asimilar: alteraba el orden lógico y a ella le apasionaba la lógica. Por eso ensayaba una y otra vez frente a su computador de Valdivia, cuya pantalla hacía destellar las más de cien medallas metálicas que colgaban de las paredes. A un costado estaba la guitarra eléctrica donde repetía Aneurysm de Nirvana en su tiempo libre, y al otro lado, su gata inmóvil la supervisaba desde la cama. Tenía tres años y se llamaba Freya, como la diosa vikinga de la magia, la maternidad y la guerra.
En los siguientes 12 días del torneo Javiera jugó 11 rondas; una por jornada con un descanso entre medio. Los enfrentamientos partían a las tres y media de la tarde; cada jugadora tenía 90 minutos para hacer sus 40 movimientos iniciales y luego 30 más para completar sus estrategias. Muévete de manera consecuente a tu plan, piensa en jugadas que te aporten. El correr del tiempo presionaba la toma de decisiones y el estrés por realizar el movimiento adecuado crispaba el ambiente al interior del teatro estilo neoclásico.
Al terminar la segunda semana, Javiera llevaba ocho derrotas, un empate y una victoria. Si bien la presencia de su novio ajedrecista, Ganzo, la había tranquilizado más que cuando la acompañaba su madre en los campeonatos, lo cierto es que este torneo en especial ejercía una tensión desconocida en ella. Como si tuviera que mantener la respiración por 90 minutos y luego 30 más. Se había mantenido compuesta, clavando los codos sobre la mesa de mantel blanco, sosteniéndose las sienes. Con las pestañas rectas apuntando hacia abajo, no despegaba la mirada del tablero hasta terminar la partida.
En su ronda final le tocó jugar con la competidora armenia de 45 años. Partió tomando con sus pequeños dedos de uñas largas un peón negro. La apertura empezó rápidamente, pero de pronto cometió una mala movida: le dejó un espacio libre a un alfil blanco. Como estaba protegido por la reina, la pieza se entrometió en sus filas y no dejó de acosarla. Javiera se demoró en decidir; se comió un peón, pero le comieron un caballo. Si piensas una posición por más de veinte minutos, vas a fallar.
Corrió el tiempo y el juego se ordenó contra ella, las blancas se desplegaron por el tablero y redujeron a las negras, las suyas, a una esquina. En la jugada 31, la reina blanca se posicionó para el ataque. Como le quedaban menos de cinco minutos, movió su rey una vez más y se rindió. El techo del Gaiety Theatre cayó sobre ella; las mesas, los manteles blancos, las sillas con borde dorado fueron aplastadas por las columnas y el palco se derrumbó a pedazos. El fracaso había sido fulminante.
Javiera anotó su última jugada en una libreta, evitando dar cualquier expresión facial. Sacudió la mano de la armenia y ambas colocaron sus reyes en las casillas blancas del centro. Apretó los labios con fuerza, evitando el llanto. Terminó en el puesto 47 del ranking, dos más arriba del que ingresó, pero las sucesivas derrotas le recorrieron la espalda como un escalofrío eléctrico. Le había dedicado su vida al juego, repasaba todos los días, pero en apenas dos semanas pasó de ser la reina a convertirse en un peón aislado: una pieza abandonada en el medio del tablero esperando a ser engullida. Una ajedrecista en medio de una isla esperando a que se la lleve el tsunami.
No habló con nadie sobre sus partidas, ni con su novio ni con sus padres por teléfono. Evitó pensar en sus estrategias porque se le removía el estómago, aunque las hubiese jugado en ayuno. En cambio, aprovechó los siguientes días para recorrer las atracciones del lugar: el canal San Jorge, las ruinas vikingas y algunos castillos de piedra. De regreso en Chile, Javiera siguió sin referirse al evento. Sus padres tampoco la quisieron abrumar con preguntas, palpaban su dolor. Se reincorporó a su rutina; practicar en el computador, estudiar con su entrenador y coordinar las actividades de su club de ajedrez. Borraba la experiencia del torneo, una movida a la vez, pero por las noches se le aparecían las jugadas que la llevaron a la derrota. La perseguían en silencio mientras ella las ignoraba, fingiendo ser indiferente.
Unas semanas después, las autoridades de la región de Aysén la invitaron a liderar dos encuentros de ajedrez; uno en Coyhaique y otro en Puerto Cisnes. Tendría que dar charlas motivacionales y jugar amistosamente con el público. “¿En serio iré yo?”, se preguntó mientras armaba su maleta. Parte de sus compromisos como ajedrecista era promover el deporte, pero tras sus fracasos, ¿quién iría a verla?
Para su sorpresa, cientos de personas se reunieron en los gimnasios municipales de la región. Querían verla exponer y enfrentarse contra 20 aficionados al mismo tiempo, en una partida simultánea. La multitud sabía su nombre, conocía su trayectoria y se interesaba por ese juego que ella tanto amaba. Los adultos querían escuchar su historia pero también muchos niños ansiaban aprender de ella. Después de tanto tiempo bloqueada, adormecida, Javiera se conmovió. Ver a esos pequeños jugadores frente a los tableros laminados le recordó a su primer encuentro con la Maestra Polgar. En seguida, miró la chaqueta azul que llevaba puesta y reconoció que era la misma que había usado la segunda vez que estuvo con su ídola, unos meses antes del Gran Torneo Suizo.
Era invierno y la húngara había viajado a Chile para dar una ponencia. Cuando saludó a Javiera se alegró de verla tan grande, convertida en una Maestra Internacional Femenina. Asimismo, ella había estudiado a la figura que tenía al frente: la mujer que había derrotado a 11 campeones mundiales y que se había convertido en Gran Maestra a los 14 años. Representaba la horma de un zapato que nunca podría rellenar, pero recibiría agradecida todas sus lecciones.
Esa vez, cuando intentó hablarle, se le escapó el aire; los verbos anglosajones que había conjugado previamente se habían esfumado. Polgar se sentó junto a ella para analizar sus jugadas, tal como ella ahora analizaba las de los jugadores del gimnasio. La diosa Freya le regaló los secretos del juego y ella la miró hipnotizada, sonriente. “No olvides que hacer una mala movida es mejor que no hacer nada”, le explicó la húngara en su inglés pausado. Los ojos verdes de la Maestra se encontraron con los de la aprendiz, provocando una conexión que solo podía entenderse entre ajedrecistas.
Javiera grabó a fuego en su memoria las palabras de su mentora y en todas sus jugadas escuchaba el susurro de Polgar en su oído. Pero el torbellino de las últimas competencias, los viajes, la presión y el miedo a perder terminaron por arrastrar esa voz al fondo del océano. Sin embargo, en ese momento el recuerdo de la Maestra transformó la angustia de sus derrotas en combustible. Esa tarde de diciembre, rodeada de fanáticos que la apoyaban, comprendió que sus meses a la deriva habían terminado. Ahora repasaría sus partidas, afrontaría sus errores y calcularía su siguiente batalla. Se inscribiría en campeonatos internacionales, sin importar el resultado. Hacer una mala movida es mejor que no hacer nada, volvería a escuchar los susurros de Judit, y sobre todo, volvería a escucharse a ella misma.
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