Sentido de una patria progresista
Tanto las viejas izquierdas (socialista y comunista) como las nuevas (el Frente Amplio), en Chile y en buena parte del mundo occidental, han tendido a abandonar la patria y a renunciar a ese vínculo tan poderoso y elemental que reúne por igual
De todas las definiciones que se pudieron elaborar de la Unidad Popular (desde el gobierno de la nacionalización del cobre hasta el de la reforma agraria, pasando por la creación de un área social de la economía), hay una que sobresale con claridad: una definición original y nacional del socialismo chileno con ‘sabor a empanada y vino tinto’. Fue el propio presidente Salvador Allende quien definió a su gobierno y su proyecto político de este modo tan cargado de sentido: un socialismo que se arraiga en la historia larga de Chile, y que se impregna de todos los símbolos patrios, así como de sus héroes y heraldos. Qué duda cabe: buena parte del carácter popular del gobierno de la Unidad Popular y de las izquierdas se origina en esta forma de patriotismo sin cierres chovinistas, con apertura a todas las clases sociales dominadas.
Por razones que no son fáciles de entender, tanto las viejas izquierdas (socialista y comunista) como las nuevas (el Frente Amplio), en Chile y en buena parte del mundo occidental, han tendido a abandonar la patria y a renunciar a ese vínculo tan poderoso y elemental que reúne por igual a todos quienes pertenecen a esa comunidad sentimental que le sirve de soporte.
Varias razones permiten entender tamaña renuncia que no calibra las consecuencias involucradas.
En primer lugar, es importante destacar el papel histórico que jugó el universalismo de clase del siglo XIX y de los primeros dos tercios del siglo XX. Durante más de 100 años, la ruta de la historia inspirada en el pensamiento de Carlos Marx y en la práctica política revolucionaria se dirigía hacia una forma de organización sin clases, en ruptura con el capitalismo a partir de un grupo que catalizaba los intereses de todos: dependiendo de los autores, ese grupo era la clase obrera, el proletariado o los trabajadores. De lo que se trataba era de romper con una forma de organización política, económica y social, en completa independencia de las fronteras nacionales. De allí el llamado al internacionalismo que tan bien se aprecia en La Internacional, la canción más señera del movimiento obrero: problemas y metas comunes, revolucionarias, más allá de las especificidades locales y reformistas.
Pues bien, es esa forma de ver las cosas que Allende y la izquierda supieron colocar en perspectiva nacional, en la óptica de la patria. El socialismo seguía siendo el horizonte, pero a escala de Chile, con su historia y sus símbolos.
A contar de la década del 2000, se sumaron muchas otras razones para subordinar la patria a un universalismo cada vez más vago para el común de los mortales: desde habitar un mismo territorio planetario hasta experimentar los mismos males de toda la humanidad, desde la crisis climática hasta la crisis de la energía y del precio de los alimentos, pasando por las consecuencias globales de diversas guerras que ponen en riesgo la paz mundial. Es este universalismo a menudo abstracto y eventualmente distópico, que el último libro de Michael J. Albert llama –después de Edgard Morin y Adam Tooze– ‘policrisis’, esto es dinámicas orientadas a la disrupción en todo orden de cosas y, lo que es peor, convergiendo en el tiempo. Lo extraño es que este universalismo de las crisis, de esas que afectan a todos, se aviene mal con el universalismo de los derechos sociales y humanos: si la amenaza se cierne sobre toda la humanidad, una cosa son las luchas por escapar de una fatalidad común, y otra muy distinta es luchar por los derechos de todos, partiendo por los derechos humanos. Esta es la gran contradicción del universalismo egoísta que domina por estos tiempos: quejémonos de todas estas crisis que amenazan a la humanidad, independientemente que el beneficio no sea para todos. Dicho de otro modo: se trata de un universalismo estrecho que es indiferente a la noción de común humanidad.
Si, entonces, se puede afirmar que estamos en presencia de una crisis del universalismo, entonces no es de extrañar el giro particularista e identitario que se está observando en varios países, y al mismo tiempo. El efecto más dramático de este giro particularista tuvo lugar durante la Convención Constitucional chilena que fue elegida en 2021 para cambiar la Constitución de 1980 heredada del dictador Pinochet. Esa Convención estuvo dominada por todas ‘las izquierdas’, en donde el uso del plural se impone para matizar el rol ingrato (porque moderador) que la vieja izquierda socialista tuvo que cumplir ante la hegemonía de la ultra-izquierda. Por razones de elección de reglas institucionales extrañas y contradictorias (por ejemplo, permitir que candidatos independientes se agruparan en listas como si fuesen partidos, voto voluntario al inicio y voto obligatorio al final del proceso), el centro de gravedad de esa asamblea estuvo en las izquierdas y, junto a ellas, en el polo particularista de las luchas constitucionales. En esa Convención proliferaron las identidades que buscaban ser constitucionalizadas, en clave de protección y hasta de santuario: identidades indígenas, de minorías sexuales, de todo tipo de causas (medioambientalistas, por el derecho a jubilaciones dignas, a mejor salud, etc.). Todas estas causas eran (y siguen siendo) razonables y justas, pero particulares, lo que constituye un verdadero problema.
¿Por qué son un problema? Porque en la forma en que fueron construidas, estas fomentan espíritus de nicho e intereses asociados a grupos particulares, eventualmente muy numerosos, aunque sin explicar ni menos justificar el fundamento universalizador que las anima. Aún más: la Convención Constitucional dio pie a debates sobre la plurinacionalidad en desmedro de lo multicultural, en donde la patria y sus símbolos coexistían en un mismo plano con otras identidades, lo que socavaba el cemento común: es precisamente esa trizadura del vínculo con la comunidad nacional lo que se vio en el intento de preámbulo de la nueva Constitución, el que se iniciaba con “Nosotros, los pueblos de Chile”. Una bella idea, pero que en el fondo delataba un verdadero anti-allendismo: poca empanada y vino tinto.
El resultado del proceso fue catastrófico y condicionó por muchos años la posibilidad de una redefinición de la patria en clave progresista. Si la Convención Constitucional permitió ser definida como una asamblea de izquierdas cuyo texto solo podía ser de izquierdas (una aberración de lo que no debe ser una Constitución), la idea de patria progresista es distinta: de lo que se trata es de trascender la noción conservadora de la patria, mediante luchas lentas y graduales, las que permiten incluir a distintos grupos y naciones (en el sentido canadiense de ‘first nations’). No es ni necesario ni deseable refutar, o rechazar la representación social del huaso (la dictadura militar abusó de ella), tampoco es urgente intervenir juegos tradicionales (y brutales) como el rodeo apelando a la naturaleza sintiente de los animales. Ese dolor animal existe: qué duda cabe. Pero en los símbolos de una comunidad nacional y en sus tradiciones hay también sentimientos y emociones en los que se encuentra en juego una parte relevante del cemento común: no es razonable pasarlo por alto.
Una patria progresista debe ser capaz no de derribar símbolos, sino de redefinirlos, así como su experiencia. En tal sentido, la patria progresista debe ser amable e inclusiva, de materialización lenta e interiorización progresiva, para que en ella todos puedan sentirse y decirse patriotas. Ese es el precio a pagar para que la patria sea un buen universal.