Y la culpa no era mía

¿Qué señal se envía a las empresas, sus trabajadores y a los vecinos cuando se les asigna alguna cuota de responsabilidad por los ataques –'turbazos’– que sufren?

Un asalto en grupo a una farmacia de la cadena Salcobrand, en agosto 2024.

Hace unas semanas la Dirección del Trabajo (DT) decidió suspender las funciones a público de un local perteneciente a una conocida cadena de farmacias argumentando que tras haber sido víctima de un turbazo, había quedado en cuestión su capacidad de proveer las medidas necesarias para garantizar la seguridad e integridad de sus trabajadores. El servicio público dependiente del Ministerio del Trabajo estableció que este episodio develó que “los trabajadores estaban en peligro inminente debido a la acción delictual que se desarrolla en el entorno”.

Como es de suponer, la polémica decisión dejó perplejos no sólo a los responsables de la cadena de farmacias, sino que desató una ola de críticas y pronunciamientos de los principales representantes gremiales del país, señalando que la decisión del servicio público suponía la elusión de la responsabilidad que le cabe al Estado en orden a garantizar la seguridad pública y la integridad de las personas.

La polémica pudo quedar ahí, pero no fue así. Las autoridades, sin develar mucho sobre si algo del reproche les hacía sentido, entraron en el juego de intentar decir la última palabra, y así fue como la propia Dirección del Trabajo insistió que su resolución estaba bien tomada e incluso alineada a la doctrina. El ministro de Hacienda, Mario Marcel, también terció en el debate y, refrendando a la DT, dijo que los empleadores no pueden “desentenderse” de la seguridad de sus trabajadores.

Si bien el episodio fue dado por cerrado desde el punto de vista de la autoridad, ya que la suspensión de operaciones de la farmacia fue levantada, lo ocurrido abre muchas interrogantes, sobre todo respecto de las responsabilidades asociadas a los intervinientes tras la ocurrencia de este delito que, además de ser bastante autóctono de Chile, es de común ocurrencia, llegando a registrarse eventos en la principal avenida del país, a pocas cuadras del palacio presidencial de La Moneda.

Además de dejar abierta la pregunta de cómo deben defenderse las personas naturales y jurídicas ante la explosión criminal que asuela al país (ya que el monopolio de la fuerza está razonablemente entregado al Estado), ocurre que responsabilizar a la víctima por estar donde está se puede estar llevando el debate a un terreno pantanoso del cual, para salir, se requiere tener absoluta claridad de por qué se hizo ese endoso y cuáles son los argumentos que lo avalan, de modo de no ir en contra del sentido común.

Es más, en el caso que nos ocupa es importante que dicha claridad quede nítidamente establecida, ya que lo que hace o deja de hacer el Estado es una señal fundamental para los agentes económicos, sobre todo cuando existe amplio consenso en cuanto a que se necesita reconstruir confianzas para que las inversiones vuelvan a fluir, en un ambiente de pegajoso estancamiento como confirmó el reciente IPoM entregado por el Banco Central.

Y, en lo más terrenal, este no es un tema menor a la luz, por ejemplo, de la menor cantidad de oficinas bancarias y locales de retail y servicios básicos que existen en barrios vulnerables, versus los que hay en las zonas donde existe mayor seguridad pública. ¿Qué señal se envía a las empresas, sus trabajadores y a los vecinos cuando se les asigna alguna cuota de responsabilidad por los ataques que sufren? ¿Qué pasa con el rol que le cabe al Estado en términos de brindar las condiciones necesarias para que los privados puedan desarrollarse en un entorno seguro?

Winston Churchill dijo alguna vez que “muchos miran al empresario como el lobo que hay que abatir, otros lo miran como la vaca que hay que ordeñar y muy pocos lo miran como el caballo que tira del carro”. Se podrá decir, y con razón, que a las empresas que lo hacen mal hay que sancionarlas y que las que lo hacen bien dentro del marco de su licencia social deben aportar con recursos para financiar los bienes públicos que necesita el progreso del país, pero resulta complejo que rara vez se les reconozca el papel que juegan en la provisión de bienes y servicios que satisfacen las necesidades y preferencias de las personas y que, por el contrario, no pocas veces se las demonice o asocie a buena parte de los males que trastornan la vida en sociedad.

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