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CRIMEN ORGANIZADO
Tribuna
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Se nos acabó la fiesta

El aumento de los mercados ilegales, del crimen organizado transnacional y de su propagación a nivel local, responde a un conjunto de procesos conectados y que no deben ser desacoplados si se quiere ser eficaz en su combate

Personal de la Fiscalía de Chile y Carabineros resguardan la escena del homicidio en Quilicura, el 14 de julio 2024-
Personal de la Fiscalía de Chile y Carabineros resguardan la escena del homicidio en Quilicura, el 14 de julio 2024-@ECOH_FiscaliaRM

Hace 15 años, en el marco de la primera campaña presidencial de Sebastián Piñera, Chile fue empapelado de norte a sur con un slogan que, a estas alturas, parece un chiste cruel: “Delincuentes, se les acabó la fiesta”. Cruel porque desde esa campaña a la fecha hemos experimentado un sensible aumento de crímenes violentos y la vida cotidiana de miles de familias del país, sobre todo de aquellas que habitan en barrios atravesados por economías ilegales y organizaciones criminales que han ganado en control territorial, se ha visto gravemente alterada.

Escenas como las de Lampa y Quilicura, dos comunas donde se produjeron asesinatos múltiples el fin de semana pasado, impactan no sólo por el grado de violencia que entrañan sino porque condensan verdades que a un país como el nuestro, que hasta hace poco seguía afirmando la tesis de su ‘excepcionalidad’, le cuesta reconocer. Y es que el llamado ‘problema de la seguridad’ golpea en el corazón de un relato hegemónico, más o menos compartido por amplias franjas de la población, en el que Chile se autocomprendía como un país distinto, léase superior a sus vecinos, sobre todo en materia de salud institucional. Salvo casos excepcionales, considerábamos que nuestras instituciones políticas, policías y fuerzas armadas no se encontraban afectadas por la corrupción que campeaba en el resto del continente. Las historias de policías corruptos y de políticos comprados por el narco eran males foráneos ajenos a nuestra sólida institucionalidad. Pero ese mito del Chile excepcional se ha ido disolviendo con cada caso de corrupción que estalla frente a nuestras narices. Y la corrupción, así lo señalan todos quienes se dedican al estudio del crimen organizado, es uno de los principales factores que explica el funcionamiento de estas estructuras ilegales.

Pero eso no es todo. El ‘problema de la seguridad’ también ha puesto al descubierto otras tramas más profundas y dolorosas que exceden el ámbito estricto en el que la discusión pública suele concentrarse. Una de esas tramas es la severa crisis del horizonte de expectativas que orientó la vida de la mayoría de los habitantes de nuestro país durante las tres últimas décadas. Un horizonte que combinaba esfuerzo familiar y personal en el campo del estudio y del trabajo con recompensas en calidad de vida, salarios, capacidad de consumo y reconocimiento social. En particular, la creencia en el poder de la educación, tan fuerte que llevó a miles de jóvenes a endeudarse para alcanzar el sueño de ‘el cartón’ que fuera el trampolín para una vida mejor, es la que ha perdido más adhesión, sobre todo entre los jóvenes del campo popular. En su reemplazo, las economías ilegales ofrecen una alternativa más atractiva, a pesar de los peligros asociados. Así lo han planteado desde académicos como el cientista político Juan Pablo Luna hasta los más sobresalientes exponentes de la música urbana chilena, cuyas letras y videos hacen gala de una elocuencia difícil de refutar.

Lo que ocurre con la educación puede ser analizado en otras dimensiones de la vida social y los resultados son más o menos similares: una baja confianza en que el futuro será mejor y el esfuerzo recompensado. Para dar un par de ejemplos, la Encuesta Bicentenario de la Universidad Católica revela que sólo un 6% de los encuestados cree que los trabajadores alcanzarán una pensión digna y solo un 13% estima que un trabajador cualquiera podrá comprar una vivienda. De acuerdo con estos datos, pareciera que si alguna fiesta se acabó en estos años fue la del ‘Chile jaguar’ de América Latina, la del Chile de las oportunidades y del mérito.

Ahora bien, ¿qué tienen que ver estos datos con los crímenes de Lampa y Quilicura? Aparentemente nada, pero esencialmente mucho. Si hay algo que diferencia los enfoques de derecha de aquellos elaborados por el progresismo y las izquierdas sobre el problema de la seguridad, es la mirada sistémica, la relación necesaria que se establece entre economía, política y sociedad. El aumento de los mercados ilegales, del crimen organizado transnacional y de su propagación a nivel local, responde a un conjunto de procesos conectados y que no deben ser desacoplados si se quiere ser eficaz en su combate. La mirada sistémica impide cualquier solución parcial y previene los ofertones punitivos que la derecha agita con más intenciones electorales que de seguridad pública.

Un enfoque sistémico no sólo obliga a las fuerzas progresistas a insistir y seguir insistiendo en la importancia estratégica de la prevención, del fortalecimiento del tejido social comunitario, de la modernización institucional, de la reforma de las policías y de su necesario control por parte del poder civil, sino también a reconocer que más que un problema específico de seguridad lo que enfrentamos es un problema de desarrollo que se expresa, entre otras cosas, en este nuevo tipo de criminalidad que tanta conmoción causa. Si la promesa educativa pierde fuerza, si la confianza en el futuro se desploma, es porque nuestro modelo de desarrollo no alcanza para ofrecer a todos una vida plena y porque el estado neoliberal que tenemos es ineficaz para enfrentar los problemas que el propio neoliberalismo engendra.

El desafío que recae sobre los hombros de la alianza progresista que tiene en sus manos la conducción del país es enorme: ofrecer un nuevo horizonte de sentido donde todos podamos aspirar a un trabajo bien remunerado y valorado socialmente, donde la seguridad pública y social estén garantizadas, donde la educación sea un vehículo de realización personal, donde ya no sean seductoras las imágenes de felicidad asociadas a la violencia y el crimen, y construir la base material, el modelo de desarrollo, que pueda sostener y convertir en realidad ese horizonte de expectativas.

Puestas así las cosas, es tanto lo que hay que transformar para avanzar en esta dirección que razones para no cejar en la construcción de una fuerza política que pueda encabezar esta tarea hay de sobra.

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