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poder judicial
Tribuna
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Sistema de nombramientos de jueces en Chile: la pregunta central

Es sabida la escasa transparencia en estos procesos de selección, tanto en la confección de ternas y quinas por los plenos de las cortes como en los nombramientos del Ejecutivo, con participación o no del Senado

Sala de la Corte Suprema en el Palacio de Tribunales de Justicia en Santiago, Chile
Sala de la Corte Suprema en el Palacio de Tribunales de Justicia en Santiago, Chile.sofia yanjari

A propósito del denominado caso Audio/Hermosilla han surgido cuestionamientos a las influencias indebidas que subyacen a la provisión de los cargos en los tribunales superiores de justicia del país.

No es primera vez ni será la última en que surja alguna revelación o un crudo reconocimiento al respecto. Con algo de (des)esperanza vemos que no será el último intento de presentar reformas. Basta recordar que durante el gobierno anterior, el ministro de Justicia de la época, Hernán Larraín, intentó impulsar una modificacion global al sistema de nombramientos de jueces. Se trató, de hecho, del primer intento serio por reformar el modelo vigente en la materia desde que, en los albores de la transición, el presidente Patricio Aylwin tratara de llevar a cabo una ambiciosa reconfiguracion estructural de la rama judicial chilena. Más recientemente, los dos fallidos procesos constituyentes pasados, con distintas fórmulas, también proponían profundas transformaciones al sistema que actualmente nos rige. No se trata de algo nuevo.

Lo que llama la atención es la sorpresa que algunos exhiben, en circunstancias que es sabida la escasa transparencia en estos procesos de selección, tanto en la confección de ternas y quinas por los plenos de las Cortes, como en los nombramientos del Ejecutivo, con participación o no del Senado. Lo anterior merece ser destacado por cuanto, ante los sucesos conocidos, suele caerse en la tentación de quedar en la mera adjetivación de las prácticas detectadas (lobby, besamanos, influencias, amiguismo, etc.), pasando por alto una reflexión más profunda acerca del modelo que no sólo las tolera, sino que también las domestica.

Por lo mismo, la cuestión crucial no se reduce a modificar el sistema de nombramientos. Aquello no pasa de ser una trivial obviedad frente a los hechos. La cuestión que se presenta como central y ciertamente conflictiva es, ¿para qué nombramos? o, en otras palabras, ¿a qué modelo de judicatura aspiramos en pleno siglo XXI?

Eludir esta pregunta es lo que nos tiene en este punto en el que, de cuando en cuando, vemos como se rasgan vestiduras con ocasión del algún descubrimiento. Pero, la verdad sea dicha, lo que nos debiera preocupar es la desidia e inacción frente a la opacidad del proceso de nombramientos judiciales en Chile, producto de la falta de discusión del modelo organizacional.

Para cualquier observador informado, dadas las características del modelo organizacional de la judicatura chilena, no podemos tener expectativas distintas que el encontrarnos, cada cierto tiempo, con este tipo de revelaciones. Por algo se trata de un modelo virtualmente inexistente en las democracias occidentales y cuyos rasgos, como apunta el tratadista argentino Julio Maier, son propios de “sistemas políticos autoritarios, característicos, por ej., de las monarquías absolutas...”. En efecto, los modelos hiper jerarquizados (como el chileno), en los que el éxito profesional de un juez o jueza se mide por su capacidad de ir subiendo en la pirámide, hasta llegar lo más alto posible, contienen alicientes para el desarrollo de una cultura institucional carrerista en la que la expectativa de ascenso moldea conductas, tanto en el seno de la organización judicial, como en el exterior de la misma. La dignidad y relevancia del cargo, en ese esquema, tienden a asociarse a la ubicación del juez o jueza en la organización, más que en el hecho de detentar esa delicada porción de soberanía consistente en el poder de juzgar. Luego, el prestigio profesional de quien detenta esa función suele mirarse desde la óptica de que tan alto (cerca de la cúspide de la pirámide) llegó en su carrera, más que en la trascendencia de sus decisiones en el ámbito jurídico.

La verdadera ingenuidad supone creer que en ese contexto institucional no vayan a existir prácticas, a nivel interno y externo, que insólitamente sorprendan de manera transversal a quienes conocen el modelo. El estímulo para agradar (o no desagradar), a quienes ejercen posiciones de jefatura interna (integrantes de tribunales superiores) y, luego, a quienes detentan el poder político para decidir los nombramientos, lejos de ser una desviación de lo que se espera del juez o jueza, no constituye sino el inexorable derrotero de un sistema cuya lógica se sostiene precisamente en la cultura institucional del funcionario inserto en un modelo de carrera vertical que en muchos aspectos se asimila a una burocracia militar. Esta es la ironía del modelo: la adjudicación comisarial y la adjudiciación activista pueden convivir armónicamente.

Esta idea de carrera judicial como un trayecto piramidal de ascensos, debe ser reemplazada por un modelo en el cual la diferenciación entre jueces y juezas responda esencialmente a sus respectivas competencias funcionales, y no a posiciones jerárquicas en una organización piramidal burocrática. Y la razón, al fin de cuentas, es sumamente sencilla, a la vez que evidente: quien detenta el poder de juzgar solo se debe a la ley y a los hechos del caso concreto sometido a su decisión. Esa es la promesa del constitucionalismo liberal ilustrado. Por eso, todo incentivo, premio, castigo, reconocimiento, etc. adscrito al ejercicio de la delicada misión de juzgar debe ser vista con atención, pues siempre conllevará el riesgo de que quienes detentamos dicha función, aunque sea inconscientemente, abriguemos esperanzas de que nuestro cometido sea premiado con algo más que la mera satisfacción de haber hecho todo para encontrar la mejor versión posible de la ley aplicable al caso.

El derecho de los justiciables a que sus controversias sean sometidas a las reglas del legislador democrático, nos demanda una reflexión profunda que se haga cargo de repensar el modelo organizacional de la judicatura chilena, para ponerlo a tono con la mayoría de las democracias liberales occidentales. Alternativas, modelos y fórmulas hay muchas. Lo curioso es que la chilena, en la contemporánea teoría política, no ocupa un lugar, salvo en cuanto una rémora histórica de lo que el antes citado profesor Maier nos recordaba.

Mientras la pregunta central no se enfrente, cualquier modelo de nombramiento resultará insuficiente, o peor aún, bajo supuestas nuevas reglas y consabidos argumentos selfie, podríamos terminar en el mismo lugar luego de un largo caminar en círculos, pero creyendo que hemos avanzado.

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