Nos vamos poniendo viejos...
Otra típica salida de mi generación consiste en tratar de hacer creer que ‘centro’ es sinónimo de moderación y distancia de los extremos, en circunstancias de que ser de derecha o de izquierda no constituye ni extremismo ni falta de moderación
Así nos recordaba una conocida canción de los ochenta, o quizás de los setenta, porque una de las características de la gente mayor, entre la que me cuento, es recordar mal las fechas y pensar que lo que ocurrió en el pasado es más reciente de lo que realmente fue.
Pero no es eso lo único que nos pasa a los que pronto nos llamarán octogenarios. Sucede también que, en distintas medidas y con diferentes intensidades, nos vamos poniendo progresivamente más conservadores, y ello como producto del más intenso de los sentimientos –el miedo– o, en ocasiones, por pura y simple comodidad. Un conservadurismo, es decir, una oposición al cambio (salvo que lo encabecemos nosotros y no las generaciones jóvenes), al que damos una apariencia de serenidad y hasta de impostada sabiduría. ¿Quién habrá sido el que difundió la especie de que los viejos nos poníamos serenos, y, más aún, sabios? La cosa viene desde el pensamiento clásico, y un gran embolador de la perdiz en esto fue Cicerón con su libro De Senectute, una loa a la vejez que cuando menos peca de autorreferencia e ingenuidad.
Vea usted lo que pasa en materia de posiciones políticas y comprobará como los viejos –unos más, otro menos, ninguno nada- se van corriendo desde sus posiciones de juventud y adultez, habitualmente favorables al cambio, hasta llegar a la confortable trinchera de la resistencia a cualquier modificación del estado presente de las cosas, donde se encuentran y abrazan con muchos otros de su misma generación, pero con muy pocos jóvenes que compartan sus ideas y temores. Por el otro lado, unos cuantos radicalizan sus posiciones de izquierda llegados a la vejez y tratan de sacar las castañas con la mano del gato, instando a los jóvenes de hoy a hacer la revolución en la que ellos fracasaron en su momento. Poniéndolo en los términos que utilizo a menudo, el primero de esos grupos desarrolla efebofobia, esto es, rechazo y hasta desprecio por los jóvenes, mientras que el segundo incurre en efebofilia, es decir, adoración incondicional de ellos. Así como resulta abusivo utilizar a los jóvenes para empujarlos a la revolución que los viejos no pudieron realizar, es patético ver cómo otros viejos aspiran a que los jóvenes compartan sus mismas ideas.
Pasa también que arrepentidos jóvenes revolucionarios de ayer embistan hoy contra la vía revolucionaria o armada –lo cual está muy bien-, pero se les pasa la mano y empiezan a oponerse a las simples transformaciones que se intentan hacer en democracia.
Si los jóvenes tomaran siempre las ideas de los viejos, el reloj de la historia se habría detenido hace mucho tiempo. Además, resulta sumamente raro comprobar que entre los de mi generación abunden aquellos que quieren alinear a los jóvenes, en circunstancias que ellos mismos, en su época juvenil, como ocurre siempre, se rebelaron contra las ideas de sus padres y maestros. Frases clichés como “Todo tiempo pasado fue mejor”, o “Nosotros hacíamos mejor las cosas”, o “Nosotros no bebíamos tantos”, o “Nosotros éramos más estudiosos”, son típicas creaciones de los viejos que confunden la educación de los jóvenes con esperar que estos adopten nuestras ideas. ¡Si hasta con total descaro he escuchado afirmar a algún coetáneo que cuando éramos jóvenes nosotros fumábamos menos!
Mientras di clases, me quejé muchas veces, de frente a los estudiantes de mis distintos cursos, por lo que percibía como un peligroso retroceso del esfuerzo individual como clave para progresar en los estudios. Por supuesto que la existencia de cada sujeto no es solo resultado de su esfuerzo personal, pero, según calculo, este debe constituir algo así como el 60% de los resultados que se obtienen en los estudios universitarios. Sin embargo, había que hacer algo más que representar eso a los jóvenes, aunque en medio de la contradicción que significaba que algunos directivos universitarios, temerosos de huelgas y tomas, se rindieran a la expectativa juvenil de una educación de bajas calorías y escasas exigencias.
Pasa también que a medida que se envejece muchos transitan, pero no en cuanto al género, sino al sector político en que se ubican, como hojas que el viento lleva de aquí allá. Algunos que fueron de izquierda transitan primero a un muy indefinido centroizquierda, mientras que otros, de derecha, empiezan a tentarse con la extrema derecha o a ensayar también una difusa centroderecha. Y en cuanto a los primeros –los antaño izquierdistas y luego de centroizquierda-, convencidos de que izquierda se ha transformado en una mala palabra, se quedan finalmente en el puro centro, y solo porque han surgido colectividades jóvenes más a la izquierda de ellos. Muy poco más tarde, sin reconocerlo públicamente, se pasan claramente a la derecha, sobre todo en momentos que soplan buenos vientos para ella. Díganme ustedes si no es ese el caso de dos colectividades políticas que nacieron en fechas recientes como de centroizquierda, o al menos como de centro, y que ahora se han corrido claramente a la derecha, conformando algo que podría llamarse Evópoli 2. La decaída social democracia criolla está haciendo algo muy similar.
También es moda entre los viejos renunciar a los partidos en que estuvieron toda la vida y merced a los cuales consiguieron varios cargos públicos importantes. ¿Motivo? Ya no están en edad de más cargos, han perdido el control de sus partidos, y descubierto, súbitamente, que el partido en que militaban era el peor de todos. Pero, y también rápidamente, cuál náufragos en alta mar, empiezan a otear qué otra balsa partidista podría recogerlos y aprovechar su incuestionable experiencia.
“Si no eres de izquierda cuando joven, te falta corazón; y si lo sigues siendo ya viejo, te falta cerebro”, es otro cliché, esta vez de palmaria procedencia derechista. Pero el problema es que muchos jóvenes que terminan migrando desde la izquierda a la derecha se encuentran con que esta última se encuentra aliada, cuando no directamente confundida, con la extrema derecha, o cuando menos, con la derecha más tradicional, o sea, aquella que viene de los ochenta. Parece que la renovación de la derecha chilena está resultando más difícil que la de aquella izquierda local exaltada que tuvo responsabilidad en la gestación del golpe de 1973.
Otra típica salida de mi generación consiste en tratar de hacer creer que centro es sinónimo de moderación y distancia de los extremos, en circunstancias de que ser de derecha o de izquierda no constituye ni extremismo ni falta de moderación. Los extremos no son ellas, sino la extrema derecha y la extrema izquierda.
Ni efebofobia ni efebofilia, entonces. Especialmente en un momento del país en que parece cundir la primera, algo que es muy de temer por los jóvenes en un mundo en el que la cantidad de gente mayor está creciendo a pasos agigantados.
¿Se producirá algún día una doble vacuna que nos proteja tanto de la rabiosa efebofobia como de la abusiva y oportunista efebofilia?
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