El estallido social (2019-2023): poder destituyente, esperanza revolucionaria y golpe de Estado ‘no tradicional’
Buena parte de la academia sucumbió intelectual y políticamente ante un objeto que estaba hecho más de pasión que de estudio, viendo en él a uno o más pueblos virtuosos
La inmensa protesta que tuvo lugar en Chile hace exactamente cuatro años no tiene parangón con su propia historia reciente: eso explica la cantidad de términos que fueron ensayados por políticos, intelectuales y periodistas para capturar en una sola palabra lo que estaba ocurriendo, desde la “revuelta” hasta la “asonada”, pasando por “rebeliones” y “motines” ante lo cual incluso el término riot en inglés no lograba...
La inmensa protesta que tuvo lugar en Chile hace exactamente cuatro años no tiene parangón con su propia historia reciente: eso explica la cantidad de términos que fueron ensayados por políticos, intelectuales y periodistas para capturar en una sola palabra lo que estaba ocurriendo, desde la “revuelta” hasta la “asonada”, pasando por “rebeliones” y “motines” ante lo cual incluso el término riot en inglés no lograba atrapar completamente su sentido profundo. En tal sentido, el término “estallido” (probablemente surgido desde la propia protesta) se ha mostrado sumamente pertinente, dada su connotación volcánica: aún queda por escribir la historia social de la palabra. Pero ¿qué ocurrió?
Por semanas tuvieron lugar distintas formas de protesta que no son fáciles de entender, y aún menos de interpretar sin violentar la actuación de quienes participaban en ella. ¿Cómo explicar el tránsito de las luchas de los movimientos sociales a una protesta masiva que supone coordinaciones a gran escala de decenas de miles de personas? Es cierto que las redes sociales cumplen hoy en día un importante rol coordinador: ¿pero es la tecnología de las comunicaciones una explicación suficiente y convincente para explicar lo ocurrido?
Evidentemente no (Scherman y Rivera), del mismo modo en que Roger Chartier pudo afirmar con razón que un libro no puede originar una revolución. Se ha afirmado que el malestar y la rabia largamente acumulados por el funcionamiento del modelo neoliberal chileno constituyen el trasfondo subjetivo de lo ocurrido, esto es, emociones y sentimientos sobre los cuales actuarían las redes sociales. Son relativamente pocos los trabajos que han entregado evidencia sobre el malestar subjetivo de los chilenos (Kathya Araujo, Karla Henríquez, Mac-Clure, Barozet, Conejeros y Jordana son buenos ejemplos de investigación social en serio), pero al mismo tiempo son los estudios más ignorados por el ensayo político, ese género que tanto éxito e influencia ha tenido desde 2019 hasta hoy (en realidad, desde 2011 y el ciclo de movilizaciones estudiantiles que constituyó su terreno fértil).
¿Qué sabemos del estallido social? Por muy evidente que pueda parecer, sabemos que la violencia estuvo presente en él, transformándose en una de sus características. Pero reducir el estallido a pedradas, cocteles mólotov, saqueos y tantas otras cosas por el estilo es un simplismo del cual es difícil escapar. En efecto, la espectacularidad de las imágenes fue tal –la televisión se encarnará de recordarlo, así como la línea editorial de los dos principales periódicos chilenos– que se impondrá en la retina su cruda expresión de fuerza bruta en desmedro del contenido inorgánico del malestar y la queja.
Algo importante ocurrió en la academia chilena durante el estallido social. Buena parte de la academia sucumbió intelectual y políticamente ante un objeto que estaba hecho más de pasión que de estudio, viendo en él a uno o más pueblos virtuosos que trascendían su condición de muchedumbre o multitud, creyendo (hoy nadie lo reconocería) que en esta enorme protesta estaban las bases para tomar el cielo por asalto por un pueblo que volvía a tener confianza en sí mismo (es la tesis de Rodrigo Karmy, cuyo último libro lleva como título Nuestra confianza en nosotros. La Unidad Popular y la herencia de lo por venir, en un ejercicio ensayístico de imputación de significados subterráneos sin ánimo de corroborarlos empíricamente, que es precisamente lo que ha entorpecido la explicación). Es esta rendición ante la belleza de un pueblo en movimiento que le permitió a algunos intelectuales afirmar, sin ninguna intención de entregar pruebas empíricas, que la mayoría de los chilenos estaba allí, en el estallido, siendo hoy “depositarios del cariño y la admiración de la inmensa mayoría de la sociedad” (Carlos Ruiz, Octubre chileno. La irrupción de un nuevo pueblo, uno de los varios libros escritos –desde Mario Garcés a Rodrigo Karmy, pasando por Alberto Mayol– mientras se desarrollaba el estallido, arriesgando afirmaciones que eran solo explicables por el embrujo destituyente para algunos, revolucionario para otros).
Algún día alguien tendrá que escribir la historia de las interpretaciones del estallido social que fueron ensayadas por la academia chilena. Sin embargo, la verdadera novedad en materia de interpretaciones del estallido provino hace pocas semanas del presidente de la República en aquel entonces, Sebastián Piñera, quien lo calificó como un intento de golpe de Estado “no tradicional”. La respuesta política e intelectual no se hizo esperar: en el año de las conmemoraciones de los 50 años del golpe, calificar el estallido con las mismas palabras que lo que fue un cruento golpe de Estado en forma en 1973 resultaba ofensivo y absolutamente inapropiado desde la perspectiva de las ciencias sociales. La derecha también vio lo mismo que el presidente, así como el exdirector del Instituto Nacional de Derechos Humanos Sergio Micco.
Pero, ¿qué fue exactamente lo que vieron, y por qué calificar el estallido social como golpe? Lo esencial de la respuesta a esta pregunta radica en dos elementos. En primer lugar, en una actitud ambigua de una parte de la izquierda, en donde comunistas y frenteamplistas coquetearon con la posibilidad de una renuncia del presidente Piñera (argumentando violaciones a los derechos humanos que efectivamente ocurrieron), en la más completa indiferencia por las consecuencias. Hubo que esperar el acuerdo del 15 de noviembre de 2019, al que concurrió una parte del Frente Amplio además del diputado Gabriel Boric a título personal (el Partido Comunista rechazó suscribirlo), para que los partidos canalizaran la protesta a través del inicio de un proceso de cambio constitucional.
En segundo lugar, porque permanece abierta una importante pregunta: ¿cómo explicar que decenas de estaciones de metro hayan sido quemadas en un puñado de días? Para responder esta segunda pregunta, han sido solicitadas todo tipo de hipótesis, en un verdadero festival de teorías conspirativas: venezolanos chavistas infiltrados, bandas de narcos, grupos anarquistas organizados, elementos de extrema derecha para provocar una intervención militar y un largo etcétera.
Son estas dos preguntas que permitieron instalar la idea de un golpismo-sin-ser-golpe, en donde el paso del tiempo y las fluctuaciones de la opinión pública se han traducido en franca hostilidad hacia el estallido social y sus representaciones de violencia (y nada más que violencia), según las encuestas.
Si el estallido social se tradujo en un momento destituyente, eminentemente negativo y negador de una realidad que había que superar, y si hubo algún tipo de afán revolucionario de parte de la academia chilena más ensayística y romántica, poco y nada de estas representaciones quedan hoy en pie: los resultados electorales del plebiscito de salida (el 4 de septiembre de 2022) y de la nueva elección de consejeros constitucionales (el 7 de mayo de 2023) para abordar un segundo intento de cambio constitucional al cabo de una crucial decisión institucional (Chile volvió al voto obligatorio) fueron tan devastadores que fue posible que se instalara la hipótesis, de derecha, de un golpe de Estado “no tradicional”.
Para que esta inaudita posibilidad fuese posible, hay mucha responsabilidad de las izquierdas por haber forzado el proceso de cambio constitucional a un punto que, recién ahora, estamos realmente calibrando. En el intertanto, esa intelectualidad que pudo ver a un pueblo virtuoso protagonizando su propia epifanía ha tendido a guardar silencio (ya nadie habla de no lo vieron venir), o a insistir en que los movimientos sociales son así, episódicos e intermitentes: hemos entrado en una fase de repliegue reflexivo en donde quienes participaron del estallido “procesan las experiencias que han vivido” (Karla Henríquez, Los movimientos transforman. El antes y el después de un movimiento social). ¿Hasta qué punto ese procesamiento personal, y eventualmente colectivo (en familia, con los colegas o los amigos), será una confirmación de las razones de por qué participaron en el estallido social? ¿Estamos entendiendo bien esta revuelta, calibrando correctamente sus consecuencias políticas? No hay nada de evidente en que así sea. Para saberlo, habrá que seguir a lo largo del tiempo las trayectorias vitales de quienes participaron en el estallido, un momento de despertar que no sabemos si será una consecuencia duradera, de esas que permanecen para toda la vida.