El Waterloo chileno
El resultado de esta elección no es sorprendente, ya que es el fruto de una tormenta perfecta
El 18 de junio de 1815, las tropas francesas se enfrentaron en la localidad de Waterloo, en Bélgica, con las tropas británicas, holandesas y alemanas. Por el lado francés, era el mismísimo Napoleón Bonaparte quien lideraba las hostilidades, ante el duque de Wellington que encabezaba a las fuerzas rivales. El desenlace fue a tal punto letal que Wellington, triunfador, pudo decir que “al margen de una batalla perdida, no hay nada más deprimente que una batalla ganada”. ...
El 18 de junio de 1815, las tropas francesas se enfrentaron en la localidad de Waterloo, en Bélgica, con las tropas británicas, holandesas y alemanas. Por el lado francés, era el mismísimo Napoleón Bonaparte quien lideraba las hostilidades, ante el duque de Wellington que encabezaba a las fuerzas rivales. El desenlace fue a tal punto letal que Wellington, triunfador, pudo decir que “al margen de una batalla perdida, no hay nada más deprimente que una batalla ganada”. Tras conocerse los resultados de la elección de consejeros constitucionales en los que la derecha clásica (agrupada en torno a Renovación Nacional, la Unión Demócrata Independiente y Evópoli) competía con un serio desafiante de nueva derecha radical (el Partido Republicano), es esta nueva fuerza la que se impuso de modo arrollador (35,42% versus 21,07%), en comicios en los que sufragaron 12,5 millones de electores, arrojando además 2 millones de votos nulos. En cuanto a las izquierdas, divididas en dos listas (un clásico síndrome de ese lado de la fuerza), ambas coaliciones apenas rozan el 38% de los votos del apruebo al proyecto de nueva Constitución de septiembre de 2022 (el que fue rechazado en plebiscito por el 62% de los votantes). Dicho en claro, las dos derechas suman algo más del 55% de los votos, un resultado excepcional y, sobre todo, inquietante si se considera que es la nueva derecha radical la que hegemoniza a partir de ahora la conducta en ese lado del mundo político.
Tales son las coordenadas electorales del Waterloo chileno.
Es inútil decir que estos cambios en las correlaciones de fuerzas modifican la racionalidad de la fábrica constitucional, la que bien podría entrar en crisis por la imposibilidad de ponerse de acuerdo entre fuerzas polarizadas sobre asuntos elementales. Pues bien, en este escenario cargado hacia la derecha, los republicanos alcanzaron tal nivel de poder que les permite ejercer un doble chantaje: por una parte, imponiendo sus condiciones en el espíritu y la letra de una nueva Constitución (redactando un texto a su medida) obligando a la otra derecha a plegarse a su voluntad, y por otra parte ejerciendo un poder de veto ante una eventual convergencia entre todas las izquierdas y la derecha tradicional que acaba de ser derrotada por su desafiante directo (un escenario improbable). En resumen, la nueva derecha radical es la protagonista de la historia que se viene encima, una rareza en materia de derechas radicales (en tal sentido, Chile se asemeja a Hungría, aunque en comicios incomparables).
Recordemos que la minoría de bloqueo que fue negociada para dar curso al Consejo Constitucional es de 2/5, lo que significa que una fuerza o conjunto de fuerzas que alcance los tres quintos del órgano redactor puede imponer sus condiciones sin requerir de más voluntades. Pues bien, es evidente que el poder de veto lo tiene por sí solo Republicanos, y se encuentra muy cerca de alcanzar la capacidad de imponer sus términos en la deliberación constitucional mediante un chantaje (en el sentido de Sartori) a la derecha tradicional so pena de aniquilación de esta última de cara a las elecciones locales del próximo año.
El contraste es feroz con la composición del comité de expertos de 25 miembros, cuya función es proponer al Consejo Constitucional recién electo un texto de Carta Magna sobre el cual trabajar: en este comité, hay tan solo un experto que proviene del Partido Republicano, un desequilibrio con la realidad electoral tan imponente que, de verdad, lleva a preguntarse de qué modo corregir en el texto el desajuste de los números.
Friamente hablando, el resultado de esta elección no es sorprendente, ya que es el fruto de una tormenta perfecta. En esta elección convergieron una crisis de la seguridad pública, una crisis económica con efectos inflacionarios, una crisis migratoria en el norte de Chile y un escenario de violencia en el sur del país con actores radicalizados del pueblo originario mapuche. No puede entonces sorprender la irrupción de una derecha radical, todavía en el umbral del extremismo, la que pudo capitalizar el descontento ante un Gobierno titubeante para enfrentar estas cuatro crisis simultáneas. ¿Cómo no ver que este titubeo se alimenta a partir de ahora de una confusión originada por un pésimo resultado electoral?
Más allá de los números, hay varios cambios cualitativos que no se pueden perder de vista. En primer lugar, la auto-protección que los partidos establecidos ejercieron al introducir incompatibilidades con futuros cargos de elección popular (quienes resultaran electos como consejeros no podrían ser candidatos a alcaldes, senadores o diputados) jugó evidentemente en contra, dado que el elenco de candidatos dispuestos a aceptar esta limitación redundó en mediocridad electoral. En segundo lugar, esta elección se tradujo en la extinción de la vieja guardia de la política de todo el espectro (especialmente en la centroizquierda), ya que todos los candidatos de 80 años o más fueron derrotados en las urnas. En tercer lugar, y como consecuencia de lo anterior, el futuro de la política chilena se juega a partir de ahora en el recambio generacional, una condición imprescindible para aspirar a la sobrevivencia.
Tras estas elecciones, resulta evidente pensar que el proceso de cambio constitucional se encuentra bajo amenaza: la votación de los republicanos es tan importante que, a los ojos de todas las izquierdas, habrá que evaluar si Chile no está en el umbral de abortar deliberadamente este segundo proceso de fábrica constitucional (simplemente, “no hay acuerdo”), lo que significaría que nos quedaremos por mucho tiempo con la Constitución de 1980.