El Gobierno feminista de Gabriel Boric
Las feministas que forman parte del Ejecutivo chileno tienen el desafío de transformar estructuras coloniales y patriarcales
Que un Gobierno se declare feminista puede sonar muy bien en los tiempos que corren. Sin embargo, al menos en América Latina, una declaración de esta naturaleza no deja de ser problemática. Rita Segato, referente intelectual del feminismo latinoamericano —y una de las invitadas personales del presidente Boric a su ceremonia de asunción—, ha insistido en el carácter patriarcal y colonial de nuestros Estados nacionales y no h...
Que un Gobierno se declare feminista puede sonar muy bien en los tiempos que corren. Sin embargo, al menos en América Latina, una declaración de esta naturaleza no deja de ser problemática. Rita Segato, referente intelectual del feminismo latinoamericano —y una de las invitadas personales del presidente Boric a su ceremonia de asunción—, ha insistido en el carácter patriarcal y colonial de nuestros Estados nacionales y no ha dejado de alertar sobre los peligros y límites que entraña la tentación institucional: esa confianza excesiva en el Estado y en los efectos transformadores de contar con feministas en altos cargos de poder o de implementar políticas avanzadas en materia de género. Las recientes experiencias de gobiernos progresistas en el continente le dan la razón. El Estado no basta para cambiar la sociedad. Pero, como la propia Rita reconoce, actuar desde su interior es una tarea ineludible para las fuerzas que se proponen desplegar un proyecto histórico que haga posible, tomando también sus palabras, un mayor bienestar para más gente, y en Chile, una porción considerable de esas fuerzas se encuentra hoy, y por primera vez, conduciendo el Estado.
Entre las feministas chilenas que han ingresado al gobierno después de años de lucha callejera y participación en organizaciones sociales, no hay espacio para la ingenuidad. Lo hacen con conciencia de la probada capacidad que las instituciones tienen para neutralizar, domesticar y disciplinar movimientos disruptivos. Sin embargo, la responsabilidad histórica que le toca a esta nueva generación de dirigentas políticas impone dar un paso adelante y tomar riesgos. El problema radica más bien en determinar el sentido estratégico que tiene para las feministas llegar a la institucionalidad, y cómo desplegar allí una política encaminada a desmontar las estructuras coloniales y patriarcales del Estado neoliberal chileno, un aparato construido para la producción de acumulación privada, desposesión de grandes mayorías sociales, destrucción de la naturaleza y opresión de los pueblos indígenas. Lo que Chile requiere es otro Estado, y si bien el desafío es titánico, y excede con creces lo que un gobierno puede hacer en cuatro años, lo importante es caminar, aunque sea lento, en esa dirección. La presencia de feministas en el gobierno, tiene, precisamente, ese sentido.
En estos pocos meses, el presidente Boric ha dado señales potentes de que se toma en serio el sello feminista que quiso imprimirle a su mandato: formó un gabinete ministerial que por primera vez está integrado por más mujeres que hombres, nombró a la primera ministra de Interior y Seguridad Pública de la historia del país, y, también de forma inédita, integró a su comité político a la titular del Ministerio de la Mujer y la Equidad de Género. Mujeres y feministas figuran hoy en las más altas instancias de decisión política. De igual modo, en materia legislativa hemos visto a un gobierno preocupado por mejorar la vida concreta de las mujeres trabajadoras y por acabar con injusticias y humillaciones todavía naturalizadas a nivel social. En esa línea, hace pocos días se aprobó una ley que hará efectivo el pago de pensiones de alimentos y que va en directo beneficio de las miles de mujeres que sufren cotidianamente esta generalizada forma de violencia económica.
Antonia Orellana, ministra del ramo, y uno de los liderazgos potentes de este gobierno, fue una figura clave en la rápida tramitación de esta ley y en su unánime aprobación en el Congreso. Asimismo, esta semana el ejecutivo reactivó la discusión del proyecto de ley que reduce la jornada laboral de 45 a 40 horas semanales, respondiendo con ello a un anhelo muy sentido de las y los trabajadores del país y recuperando una bandera histórica del movimiento obrero: restarle tiempo de trabajo al capital. En esta ocasión, el ojo feminista del gobierno estuvo puesto en la presentación de una serie de indicaciones destinadas a promover la corresponsabilidad social y de género en materia de cuidados para prevenir que la reducción del tiempo de trabajo remunerado se transforme, como probablemente sucedería si no se tomaran acciones específicas destinadas a evitarlo, en más tiempo libre para los hombres y más tiempo de cuidados y trabajo doméstico no remunerado para las mujeres. Estas políticas son ejemplos virtuosos de lo que puede hacer el feminismo desde las instituciones, y si bien, como el propio feminismo ha advertido, son todavía acotadas, permitirán generar condiciones de vida más favorables para las mujeres y el conjunto de la sociedad. Y eso no es poco.
Ahora bien, más allá de las acciones que desde el Estado se deben emprender, construir un gobierno feminista tiene también una dimensión estratégica que es, después de todo, la más importante desde el punto de vista del proceso político general. Mantener abierto el ciclo de transformaciones sociales ganado por la movilización popular y sostener a largo plazo un camino de desmontaje de la arquitectura neoliberal del Estado, requiere de fuerzas sociales. Este es otro de los grandes aprendizajes que nos ha dejado la experiencia de las izquierdas en el siglo XX en y lo que va del XXI: no es posible sostener procesos de cambio solo desde el Estado, sin protagonismo popular. Es necesario entonces construir fuerzas en la sociedad y robustecer actorías dispuestas a defender el avance de sus intereses ante los poderes económicos y políticos que buscarán impedirlo por todos los medios, tal como hemos visto estos meses con la brutal campaña sucia de los promotores del “Rechazo” a la nueva Constitución.
En Chile, qué duda cabe, las mujeres y los feminismos han sido la principal fuerza de democratización social y de contención del avance de la derecha extrema. Sin ir más lejos, la revuelta popular de octubre de 2019 no se explica sin las multitudinarias movilizaciones feministas que lo antecedieron; las conquistas en materia de paridad, derechos sexuales y reproductivos, igualdad sustantiva y autonomía, que se plasmaron en la propuesta de nueva Constitución, y que de aprobarse podrán a Chile a la vanguardia en estas materias a nivel mundial, solo fueron posibles por la existencia de un feminismo organizado que decidió dar la disputa al interior de la Convención, y de miles de mujeres movilizadas para empujar esos avances y dispuestas a enfrentarse quienes intentaran bloquearlos; el propio triunfo de Gabriel Boric en segunda vuelta se produjo gracias al masivo y contundente apoyo de las mujeres y el resultado del plebiscito del 4 de septiembre depende en buena medida del respaldo que ellas entreguen a la nueva propuesta constitucional.
Con estos elementos sobre la mesa, resulta claro que para cualquier proyecto de transformación, para las izquierdas en general y para este gobierno en particular, el feminismo es una fuerza de la no se puede prescindir. Sin embargo, para que se produzca una convergencia virtuosa y puedan surgir maneras creativas de tramar alianzas por dentro y por fuera del Estado, será preciso elaborar abierta y francamente las tensiones entre autonomía e institucionalidad. No será una tarea fácil, pero al menos hay condiciones privilegiadas para esta experimentación política: el gobierno cuenta entre sus filas con fogueadas militantes feministas y en el campo de las organizaciones autónomas la pregunta por la proyección política y la lucha institucional post plebiscito se ha instalado con fuerza. Los desafíos comunes invitan a dialogar.
Un gobierno feminista es una apuesta arriesgada y estimulante. En Chile, es un proyecto que apenas comienza y sobre cuyo éxito no hay garantía alguna. Por lo mismo, es un buen momento para recordar el consejo de Aníbal Quijano sabiamente recuperado por los feminismos latinoamericanos: en el Estado hay que aprender a “vivir adentro y en contra”. Adentro, para empujar políticas que logren mejorar las condiciones de vida de las mayorías trabajadoras, y en contra, para combatir la inercia patriarcal y colonial que esta estructura comporta. Incómoda manera de habitar, pero tal vez la única que permitirá a las fuerzas de la izquierda chilena hacer realidad la utopía de un gobierno feminista sin perderse en los laberintos del poder.