“El atentado fue como si atacaran mi casa”

Mónica Trias, vendedora de billetes turísticos, relata como su kiosko apareció cubierto con notas de apoyo

Mónica Trias, delante de su kiosco, en La Rambla.Vídeo: G. Battista

"No sé cuántos hay. Seguramente cientos. ¿Ves? Los tengo colocados en estos libros gigantes. Cuesta hasta pasar las páginas. Hace tiempo que no los miraba. Aún se me pone la piel de gallina. Sí, son de todos los colores y están escritos en un montón de idiomas: francés, inglés, árabe, alemán. Todo el mundo dando muestras de cariño y solidaridad. Hasta uno nos dio el pésame: el quiosco estaba cerrado y supongo que creyeron que éramos víctimas. Nos lo encontramos empapeladocon estos pósitos. Fue el único que estaba así: alguien dejó un cartel con una flecha señalando una panera con un r...

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"No sé cuántos hay. Seguramente cientos. ¿Ves? Los tengo colocados en estos libros gigantes. Cuesta hasta pasar las páginas. Hace tiempo que no los miraba. Aún se me pone la piel de gallina. Sí, son de todos los colores y están escritos en un montón de idiomas: francés, inglés, árabe, alemán. Todo el mundo dando muestras de cariño y solidaridad. Hasta uno nos dio el pésame: el quiosco estaba cerrado y supongo que creyeron que éramos víctimas. Nos lo encontramos empapeladocon estos pósitos. Fue el único que estaba así: alguien dejó un cartel con una flecha señalando una panera con un rotulador y papeles con esta frase: “Deja tu mensaje de amor”. No sabemos quién es.

Unos pósitos de colores para un futuro libro

El suelo del quiosco de Mónica Trias (Barcelona, 1969) aún conserva los mensajes de tiza que dejaron ciudadanos conmovidos con el atentado. Ella puso su propio cartel: “La Rambla llora pero está viva”. Con todo el material, quiere hacer un libro. Dice que el paseo se está recuperando poco a poco de lo vivido. Una de sus trabajadoras, María, no superó tener que trabajar cada día en La Rambla y abandonó el empleo.

He pasado un año nerviosa. Quizá por ansiedad. Es que aún hay gente que se asusta hasta con el pinchazo del globo de un niño. Hay que convivir con ello. No vivo en La Rambla pero el atentado fue como si atacaran mi casa. He pasado toda mi vida en este quiosco a la altura de la calle del Carme. Somos la cuarta generación de ocellaires [vendedores de pájaros], ahora reconvertidos en vendedores de billetes turísticos. Sí, hay que convivir con el recuerdo. Estaba comiendo en el Viena, con Julia, una trabajadora, y cinco personas entraron gritando: “¡Un atentado!”. Salí, crucé La Rambla y vi el desastre. Y un trozo del guardabarros. No miré las caras. Solo los zapatos por si identificaba a alguien.

“Vi sangre, carritos de bebés, trozos de cosas; la guerra debe de ser algo así”

Bajé por el lateral. Quería correr y no quería por miedo a lo que me podía encontrar. Había dejado a mis tres niñas trabajando: mi sobrina Paola y Stephanie y María. Cuando llegue, Paola estaba tras el mostrador en cuclillas y temblando. Me agaché y nos abrazamos. La mirada que nos cruzamos no la borraré en la vida. Vieron la furgoneta: Stephanie gritó ‘fuck run’ y creo que salvó a mucha gente; María corrió como una gacela hasta la Vía Laietana y Paola se metió en un local.Luego tuvo la valentía de salir a recoger los bolsos y los móviles para llamar a las familias.

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La policía nos ordenó refugiarnos en la farmacia de detrás del quiosco. Éramos unas 40 personas. Estuvimos seis horas. Gente de todo el mundo en silencio mirando el móvil. Los asiáticos permanecieron impasibles. Nos ofrecieron calmantes. Nadie quiso. Había una señora mal herida y otra que no paraba de decir ‘my son, my son’. Su hijo estaba fuera. Las ambulancias tardaron en llegar. O me pareció una eternidad. Es que la gente abandonó los coches y no podían pasar. Lo pasé mal tanto rato sin fumar. Abrí un momento la persiana y me pidieron que no dejara entrar a nadie que no hubiera visto antes. La paranoia era grande. A Paola se le cayó encima el postalero y creyó que era un tiro hasta que estuvo dentro.

Sobre las 23.00, los mossos me dejaron salir para cerrar el quiosco pero sin hacer movimientos bruscos porque había francotiradores en los tejados. Querían ver las imágenes de la cámara de seguridad. Ley de Murphy: no funcionó. Lo que vi fue terrorífico: víctimas cubiertas con mantas plateadas, charcos de sangre, carritos de bebés, gafas, bolsos. Trocitos de muchas cosas. La guerra debe ser algo así. No sé si bajó un ángel o lo que fuera pero pudo ser peor. Luego nos escoltaron hasta el principio de La Rambla y ofrecido ayuda psicológica. No hizo falta.

El viernes quedamos todos para tomar unos vinos y llorar juntos. El sábado, tuve la necesidad de limpiar y me encontré el quiosco empapelado. Cuando abrimos el lunes, un corro de gente nos aplaudió. Fue bonito. Y aquí seguimos: recordando con estos papelitos. Los turistas tuvieron mucha empatía: unos iranís nos agradecieron el aviso de Stephi. No tuvieron tanta los barceloneses. Cuando saqué los pósitos, que se estropeaban, una mujer me gritó que no tenía derecho. Hay hipocresía con La Rambla: dicen que está llena de guiris pero siempre ha estado a tope. Esta foto en blanco y negro de primeros del siglo XX lo refleja. No es un problema de guiris: los hábitos cambian. La Rambla engancha: lo que llega a Barcelona pasa antes por ella. O te enamoras o la odias. Siempre digo que es el gran amor de mi vida. Y nadie, y menos un terrorista, me sacará de aquí":

“Los turistas mostraron más empatía que los barceloneses”

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