Complicidad y evanescencia

El escudero de Bruce Springsteen proclama su amor por el rock y el soul primigenios en un concierto más extenso que ardoroso

Little Steven durante su concierto de 2017 en Madrid.JUAN AGUADO (REDFERNS)

Es difícil no congeniar con Steve Van Zandt, ese feo bonachón, pirata malo de mentirijilla. Resulta casi igual de complicado catalogarle como un artista decisivo: más allá de la simpática estampa, su vasto catálogo de esencias y esa eterna condición de consejero áulico y lugarteniente de Springsteen en la E Street Band, nadie le escogería, en puridad, como un vocalista meritorio o un guitarrista mínimamente relevante. Su visita de ayer a las ...

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Es difícil no congeniar con Steve Van Zandt, ese feo bonachón, pirata malo de mentirijilla. Resulta casi igual de complicado catalogarle como un artista decisivo: más allá de la simpática estampa, su vasto catálogo de esencias y esa eterna condición de consejero áulico y lugarteniente de Springsteen en la E Street Band, nadie le escogería, en puridad, como un vocalista meritorio o un guitarrista mínimamente relevante. Su visita de ayer a las Noches del Botánico, con media entrada (1.500 espectadores), acabó traduciéndose en un juego de complicidades: aceptábamos tanto el pedigrí del anfitrión como sus limitaciones, así que nos entregamos a un deleite sin grandes ambiciones ni exigencias.

A sus 67 años, el bucanero de Boston alimenta su propio personaje con la habilidad del actor que ha terminado siendo: comparece con levita negra y fular de colores (que le molesta para tocar), retuerce el rictus en pose de fiereza y dispone una banda, The Disciples of Soul, con nada menos que 14 efectivos; entre ellos, cinco metales, tres coristas clónicas a la manera de las Supremes y hasta dos teclistas.

Little Steven ha aprendido la lección de la generosidad en la escuela de la Calle E, pero resulta llamativo que con semejante despliegue obtenga resultados solo modestos. Todo es tan plácido y grato como poco relevante, a falta de mayor profundidad, nervio, colmillo, mala baba, volumen. Pensábamos encontrarnos con unos peligrosos pirómanos, pero en esas resultó que los Discípulos eran unos tiernos bonachones. Más propicios para dar palmas que para hacernos vibrar.

Cubiertas sus necesidades —las de notoriedad y las pecuniarias— entre The Boss y Los Soprano, Steven ha retomado su muy deslabazada trayectoria solista con una manifiesta declaración de amor por las raíces. Promete y concede dos horas (y media) de “música y solo música, sin locura ni política”, entona una loa a los profesores como labradores del futuro, añora los tiempos de concordias y se zambulle en un festín de versiones y referencias excelsas: Motown y la escuela de Detroit, Stax o Chess Records; la intersección entre rock, soul o doo-wop, el blaxploitation (Down and Out in NYC), la música sin aditivos pregrabados, la radio como caja mágica muchos lustros antes de Spotify. Una delicia que se suministra con intensidad solo moderada, casi a la manera de un sucedáneo. Y que alterna algún momento ardoroso (Love On The Wrong Side) con la dolorosa desafinación de The City Weeps Tonight.

Por inflexiones vocales y dimensión sonora, nuestro dulce corsario quiere a menudo trasladarnos hasta el Bruce de finales de los setenta. Y se agradece de veras, siempre que no incurramos en la crueldad de comparar el percal de ayer con el de su mentor en el Roxy angelino. Van Zandt es capaz de rubricar Until The Good Is Gone o Under The Gun, y las disfrutamos tanto como las habremos olvidado hoy. Cosas de la evanescencia. Para un recuerdo más prístino y duradero, habrá disco en vivo de la gira en un par de semanas.

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