OPINIÓN

Mi paisana Patricia

La semana pasada cuando me enteré de su muerte, me quedé sin habla. Y me quedé sin saber por qué algunos argentinos no hablan catalán

Leo la última reseña literaria de Patricia Gabancho sobre una novela de Elena Ferrante. A Patricia (perdone el lector esta familiaridad que no me corresponde) la conocí solo de leerla. Y también un poco más, a partir de unos correos electrónicos que nos cruzamos a mediados de diciembre de 2012. Sobre estos correos ya volveré más adelante. Lo cierto es que en realidad, lo que se dice conocerla, no la conocí. Nunca nadie nos presentó. Incluso la tuve a muy pocos metros, en algunos de los eventos en los que coincidimos. En esas circunstancias nunca me atreví a abordarla. Una vez la vi charlando c...

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Leo la última reseña literaria de Patricia Gabancho sobre una novela de Elena Ferrante. A Patricia (perdone el lector esta familiaridad que no me corresponde) la conocí solo de leerla. Y también un poco más, a partir de unos correos electrónicos que nos cruzamos a mediados de diciembre de 2012. Sobre estos correos ya volveré más adelante. Lo cierto es que en realidad, lo que se dice conocerla, no la conocí. Nunca nadie nos presentó. Incluso la tuve a muy pocos metros, en algunos de los eventos en los que coincidimos. En esas circunstancias nunca me atreví a abordarla. Una vez la vi charlando con alguien que conocía, pensé en acercarme con la excusa de saludar al conocido y así esperar que el conocido me la presentara, pero desistí porque no soporto interrumpir, un acto declaradamente de mala educación y muy habitual en los cócteles literarios.

A Patricia la leía desde los años ochenta en el suplemento literario del Avui. Pero fue bastantes años más tarde que supe que era paisana mía. Con el tiempo la seguí leyendo aunque con una perspectiva más precisa, la de una argentina que hablaba y escribía en catalán. Y que además, era independentista. Por aquella época, estoy hablando de los ochenta y noventa, argentinos que dominaban el catalán había algunos, como otros que no solo no lo sabían sino que incluso se habían propuesto ignorarlo, como si esa lengua no fuera con ellos. También supe que Patricia había llegado a Barcelona en 1974. Su bagaje catalán (y catalanista) ya era abultado. Llegó sabiendo una lengua que había aprendido en los casales de Buenos Aires. Yo de esos casales no tenía ni noticias, apenas conocía el Centro Gallego y eso porque los sábados íbamos a bailar con la muchachada. Las únicas referencias que tenía de Cataluña fueron dos. Una el cine Cataluña, donde íbamos los domingos a ver películas de vaqueros. Y dos, años más tarde, cuando una chica húngara cayó por el bar de la universidad de Filosofía y Letras y comenzó a hablar con nosotros para practicar el español. Todos quedamos muy tocados por la indescriptible belleza de esa mujer, tanto que un servidor se sintió inevitablemente tentado a invitarla a tomar un café, pero que fue rechazado sin paliativos con una excusa imposible de comprender pero que acató, como todo un caballero, dado que no quedaba otra alternativa: resulta que la chica esperaba a su novio, un catalán al que tenía muchas ganas de ver, enfatizó sin la más mínima piedad. Estos eran todos mis conocimientos sobre la cultura y la lengua catalanas cuando bajé del barco en 1970. Siempre tuve ganas de conocer a Patricia Gabancho. De charlar con ella e intercambiar impresiones sobre Barcelona, ciudad que tanto conocía y que con tanta inteligencia y datos contrastados analizaba en estas mismas páginas. Preguntarle, por ejemplo, qué hacía una chica argentina, con 22 años, en Barcelona, en 1974, con un billete solo de ida.

En 2012, Patricia Gabancho publicó La neta d’Adam, una suerte de saga familiar en la que la autora dibujaba el Buenos Aires de casi todo el siglo XX. Salí de la librería con la novela porque la información de la contracubierta me había interesado. Quería saber cómo era su visión de la ciudad en la que habíamos nacido los dos. Terminé de leerla y la novela me gustó. Contacté enseguida con ella. Me presenté y le dije que había leído su novela y que me interesaba que nos viéramos para conocernos y hablar de La neta d’Adam. Me contestó casi al instante. “Hola, paisano, sé quién sos, pero no sabía que eras paisano”. Yo la había invitado a tomar un café, que es lo que suelo hacer en circunstancias parecidas para no importunar demasiado. Me contestó de nuevo a la velocidad de la luz, invitándome a comer. Le avisé que no hablaba catalán para no estropearlo más de lo que está en Barcelona. “Si aprendo un idioma, acabo hablándolo como Cruyff hablaba el castellano”, me justifiqué. Y fue entonces cuando ella contestó: “No te preocupés por la lengua. Tengo una teoría de por qué los argentinos no hablan catalán”. ¿Por qué nunca la llamé para quedar? Lo dejé estar, creyendo tal vez como un pipiolo, que somos inmortales. La semana pasada cuando me enteré de su muerte, me quedé sin habla. Y me quedé sin saber por qué algunos argentinos no hablan catalán.

J. Ernesto Ayala -Dip es crítico literario.

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