Arca, el nuevo icono del festival

El osado artista venezolano y el norteamericano Yves Tumor pautaron la primera jornada

Arca, durante su concierto. Massimiliano Minocri

Cuando se marchó el sol llegaron las estrellas. En la primera jornada diurna completa del Sónar hubo de esperarse a la oscuridad para que la luz brotara de dos de los artistas que ocuparon las últimas horas de la jornada en el recinto de Montjuich. Fueron Arca, con un espectáculo extremadamente osado y Yves Tumor, un artista que deja su tremebundo nombre en anécdota al haber protagonizado un concierto ensordecedor. Ellos fueron los puntos más brillantes de una jornada en la que Yung Beef, apuesta local en el ámbito del trap, propinó otra bofetada a su público, al sistema y a todo lo establecid...

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Cuando se marchó el sol llegaron las estrellas. En la primera jornada diurna completa del Sónar hubo de esperarse a la oscuridad para que la luz brotara de dos de los artistas que ocuparon las últimas horas de la jornada en el recinto de Montjuich. Fueron Arca, con un espectáculo extremadamente osado y Yves Tumor, un artista que deja su tremebundo nombre en anécdota al haber protagonizado un concierto ensordecedor. Ellos fueron los puntos más brillantes de una jornada en la que Yung Beef, apuesta local en el ámbito del trap, propinó otra bofetada a su público, al sistema y a todo lo establecido, pareciendo una gamberrada que si fuese intencionada, que puede serlo, resultaría muy estimulante.

Arca es un artista venezolano que desde la noche de ayer ya ha conseguido convertirse en el nuevo icono del festival, en su verdadera y extraña diva. Si el año pasado deslumbró sólo con su música, una extraña argamasa de sonidos personalísimos atravesados por sonoridades agudas que parecen cuchilladas y texturas fundidas como la lava, en esta ocasión el artista, en consonancia con su nuevo disco, ejerció de cantante. Ataviado con una camiseta tipo imperio como de canalé, abierta en la parte baja por los laterales de forma que sus botas de altísimo tacón, de color carne a juego con el tanga que tapaba su voluminosa masculinidad, llegasen casi a los faldones de la misma, ejerció de cantante. Claro que no es un cantante al uso, ya que si sus letras, cantadas en castellano, tienen la pasión del bolero, su forma se aproxima a la ópera, con una sobreactuación vocal apoyada en ecos y filtros. Si a eso sumamos las bases electrónicas, intimidantes, extrañas, raras, y entiéndase el valor de ser denominado raro en un sitio como el Sónar, nos aproximaremos sólo a la periferia de lo que significa Arca, el favorito de Björk.

Su actuación se apoyó en su voz y en su cuerpo, exhibido con una completa naturalidad en una pasarela que partiendo del escenario le introducía entre el público. Componiendo estampas que recordaban a un Sebastián atravesado por las flechas, Arca todavía rizó aún más el rizo cuando mediado su pase apareció solo con tanga y nada menos que con una chaquetilla torera blanca, reivindicada más que nunca como pieza de estética muy femenina, como en sí mismo el traje de luces al completo. La estampa era de órdago. Puestos a buscar máculas en su actuación podría considerarse que en esta ocasión las bases estaban grabadas y sólo se disparaban, mientras que el año pasado pareció de Arca elaboraba más su música en directo. También, y esto resulta comprensible, el formato de canción se impuso al de continuidad y, también comprensible, los visuales de su aliado, Jesse Kanda, tuvieron menos peso. Aún con todo un pase para el recuerdo. Por cierto, pareció decir “los toreros somos suaves”. Y si no lo dijo, bien podría haberlo hecho. Lo que sí hizo es avisar de que para final el público vería algo que nunca había visto. Y no precisamente suave. Avisó que los menores, si los había, desalojaran la sala y en la pantalla se pudo ver un fist-fucking.

Avisó que los menores, si los había, desalojaran la sala y en la pantalla se pudo ver un fist-fucking.

Antes la otra estrella fue Yves Tumor, un negro imponente actuando en un escenario casi a oscuras. Para no verlo. Pero era tal el magnetismo de su cuerpo, tocando de espaldas al público, como otro negro imponente, Miles Davis, que era obligado esforzarse para delimitar su silueta, larga como un huso. A todo esto su actuación fue puro hardcore, ruidismo extremo rematado por su voz, un grito extremo continuado, grabado, repetido y escupido como una queja, la de un ser que no adapta su sexualidad a los cánones establecidos y encima es negro. Idóneo para el desprecio de los bien pensantes. Nada que ver con lo que se percibe en su disco, Serpent music, mucho más delicado, dentro de un límite, que su pase, completamente abrasivo y alejado de una reinterpretación marciana del soul. Recordó poderosamente a aquellos conciertos ruidistas del antiguo Hall del CCCB protagonizados por artistas japoneses. Fue una deliciosa vuelta al pasado del festival.

Igual de provocador fue el pase de Yung Beef, un completo desastre, una muestra de desidia y pasotismo que tuvo un punto de agitación. Ni sonó bien, ni duró mucho, el rapero se piró mientras uno de sus compañeros en escena dijo que lo hacía porque aquello no era una fiesta y volvió a dejar a todo el mundo con la miel en los labios. Eso fue el punk de los setenta, esto es el trap hoy, provocación, aunque hoy vía desidia, que fastidia más, desinterés y palabras dichas bajo los efectos de drogas ralentizadoras. Nada del todo nuevo, pero con capacidad enervante, que al final es lo que cuenta. Estamos en el Sónar para eso ¿no?.

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