Opinión

Nueva Historia

El retorcimiento en la interpretación del pasado al servicio de la Gran Causa está a la orden del día, en lo que es una nueva manifestación de ‘rufianismo histórico’

Hace algunas semanas definí en estas páginas el rufianismo histórico como esa nueva tendencia historiográfica, apadrinada por el gran Gabriel Rufián, según la cual de vez en cuando la Historia se hace carne y nos revela sus verdades, que, desde ese momento, pasan a ser sólidas e inmutables cual sillares de una catedral gótica. Normalmente, así ocurrió con Rufián, la Historia se nos aparece para confirmar solemnemente alguna sandez que se nos acaba de ocurrir.

Hay que reconocer que el rufianismo histórico es muy popular. Eso de “lo dice la historia” lo podemos oír fácil...

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Hace algunas semanas definí en estas páginas el rufianismo histórico como esa nueva tendencia historiográfica, apadrinada por el gran Gabriel Rufián, según la cual de vez en cuando la Historia se hace carne y nos revela sus verdades, que, desde ese momento, pasan a ser sólidas e inmutables cual sillares de una catedral gótica. Normalmente, así ocurrió con Rufián, la Historia se nos aparece para confirmar solemnemente alguna sandez que se nos acaba de ocurrir.

Hay que reconocer que el rufianismo histórico es muy popular. Eso de “lo dice la historia” lo podemos oír fácilmente en tertulias y barras de bar a poco que prestemos atención. No deja de ser una muestra, a veces entrañable, de ingenuidad. Claro que otras veces es más bien una mezcla de ignorancia y mala fe. Como la que caracteriza a los conspicuos miembros del Institut Nova Història, que sostienen teorías tan sensatas como la catalanidad de Cristóbal Colón (un tema con pedigrí), Teresa de Ávila (en realidad, de Pedralbes) o el mismísimo Erasmo de Rotterdam. También nos cuentan que Cervantes no solo era catalán, sino que escribió El Quijote en esa lengua, lo que se ocultó —tras haberse traducido la novela al castellano— como parte de la gran conspiración de España (¿de quién si no?) para privar a los catalanes de algunas de sus más grandes figuras históricas.

Una colla de frikis, pensarán ustedes; y, en efecto, así es. En cualquier lugar civilizado serían objeto de rechifla, menos aquí. Aquí, alguno de ellos ha ocupado puestos de relevancia en la Assemblea Nacional Catalana y se les da cancha en los medios de comunicación. TV-3 ha proyectado en prime time un documental basado en las chifladuras del más activo de los novohistóricos, mientras que algunos ayuntamientos estelados destinan dinero público a promover charlas sobre semejantes bobadas, lo que, si no es malversación, debe de andar muy cerca de serlo. Aquí llega un tipo diciendo que El Cid en realidad era catalán y va un periódico presuntamente serio como el Diari de Girona y le dedica una página entera de entrevista. Y no en la sección de humor, como correspondería.

Esta Nueva Historia constituye una variante del rufianismo histórico en el sentido literal de la expresión. No es el único caso. El retorcimiento de la interpretación del pasado al servicio de la Gran Causa está a la orden del día. Lo hemos padecido con el Tricentenario, todavía se puede oír con frecuencia que nuestra última guerra civil fue una guerra de España contra Cataluña, y sesudos intelectuales siguen atizando la idea de que la emigración hacia tierras catalanas de los años cincuenta y sesenta se alentó con objetivos desnacionalizadores. “Colonos involuntarios”, dicen. Rufianismo histórico en estado puro.

Muy apreciado también, por cierto, entre el españolismo de extrema derecha. Y no solo por el manoseo de los viejos mitos patrios, sino, lo que es más preocupante, por su burda manipulación interpretativa de nuestro torturado siglo XX. El piomoaísmo de hace una década contó con importantes apoyos institucionales que consiguieron convertir en auténticos bestsellers lo que no pasaba de ser una actualización de la interpretación franquista de la Segunda República y la Guerra Civil. Recientemente, el Ministerio de Defensa ha patrocinado una conferencia del historiador estadounidense Stanley Payne en la que sostenía, poco más o menos, que los causantes de la guerra civil fueron los gobernantes republicanos (se entiende que los de izquierdas). Nueva historia que en realidad es muy vieja.

Durante la Transición se sacralizó la idea de que “todos fuimos culpables” y “no fue posible la paz”. Así pues, reconciliación, borrón y cuenta nueva. Sin embargo, tras el rearme ideológico de la derecha que impulsó José María Aznar en su legislatura de la mayoría absoluta, se ha pasado del “todos fuimos culpables” a “la izquierda fue la culpable”. Hoy que se conmemoran los 85 años de la proclamación de la Segunda República, hay que volver a recordar que, con sus muchas luces y algunas sombras, aquel fue el primer gran intento de democracia de la España contemporánea. Y que no fracasó, sino que fue asesinada por una rebelión fascista con amplias complicidades que iban mucho más allá de los cuarteles. También, por cierto, en Cataluña. Así que permítanme que por una sola vez me apunte a la moda: lo dice la historia. Muy clarito.

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Francisco Morente es profesor de Historia Contemporánea en la UAB.

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