Opinión

Deconstruir la tortilla

Lo que algunos se obstinan en presentar como una elección entre ser catalán y ser español es, en realidad, una renuncia, un empobrecimiento o una mutilación. ¿Cabe ilusionarse con una mutilación?

Hace algún tiempo, en el transcurso de una entrevista, afirmaba Miquel Iceta, con esa ironía que le caracteriza y que tanto escasea entre sus pares (más bien proclives a la ortopedia verbal y mental), que él era más español que la tortilla de patata. Cuando escuché sus palabras, de inmediato pensé que se había quedado corto, y que podía haber ido más allá y afirmar que, en general, los catalanes —mal que les pese a algunos de ellos— somos más españoles que la tortilla de patata, de la misma manera que los españoles son más catalanes que el pantumaca, por decirlo a la manera en que uno...

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Hace algún tiempo, en el transcurso de una entrevista, afirmaba Miquel Iceta, con esa ironía que le caracteriza y que tanto escasea entre sus pares (más bien proclives a la ortopedia verbal y mental), que él era más español que la tortilla de patata. Cuando escuché sus palabras, de inmediato pensé que se había quedado corto, y que podía haber ido más allá y afirmar que, en general, los catalanes —mal que les pese a algunos de ellos— somos más españoles que la tortilla de patata, de la misma manera que los españoles son más catalanes que el pantumaca, por decirlo a la manera en que uno lo pide hoy en día en cualquier tasca de Madrid o en cualquier bareto de Sevilla. (También decían, por cierto, pelas, alioli y, últimamente, petar a todo trapo).

Pero no interpreten que estoy sacándole punta a una anécdota sin demasiada trascendencia o esforzándome por exprimir las palabras para que destilen más contenido del que pueden dar de sí. En realidad el lenguaje, incluso en su máxima ligereza, puede dar pie para reflexionar sobre una dimensión más profunda de lo nombrado, sobre la que valdrá la pena detenerse un instante.

Emilio Lledó gusta de citar un fragmento del libro primero de las Leyes, de Platón, que podría pasar por un pasaje de Freud avant la lettre y que resulta particularmente oportuno en el momento que estamos viviendo en Cataluña y en España. Tras comentar Platón que los Estados viven en guerra, como hay guerras dentro de un pueblo, o en el seno de las familias, termina preguntándose: ¿acaso no viven los individuos permanentemente en guerra consigo mismos? Llevaba razón el maestro de Aristóteles: sin duda, nadie es de una pieza, y a menudo las diversas piezas de que estamos hechos se pelean entre sí.

Lo deseable es que las diferentes partes que nos constituyen compongan, en lo posible, una armonía, que convivan con el menor conflicto posible

Pero no deberíamos convertir esa circunstancia, por frecuente que resulte, en bandera. Lo deseable es que las diferentes partes que nos constituyen compongan, en lo posible, una armonía, que convivan con el menor conflicto posible. Porque el conflicto es siempre de una parte de uno contra otra parte de ese mismo uno, y la hipotética victoria de cualquiera de las dos sobre la otra nunca sería completa porque representaría también que alguna dimensión de uno mismo se habría visto derrotada en la batalla interior. Por eso llevaba razón Ángel Gabilondo cuando, en un acto público, les suplicaba a los catalanes: no os vayáis, sin vosotros seríamos más pobres.

Vuelvo a lo que importa (que es la tortilla de patata, obviamente). La gracia de la tortilla de patata está en el conjunto, más allá de sus ingredientes. Sí, ya sé que hay quien la ha deconstruido, pero para eso hace falta ser un genio, como lo es en lo suyo Ferran Adrià. Si lo intenta cualquier otro no es que le salga mal: es que no le sale, o le sale un viscoso engrudo y termina en el mayor de los ridículos. (Alguien podría escribir, con todo lo que está pasando entre nosotros, un artículo titulado: El líder que se creyó Ferran Adrià. Supongo que se me entiende, ¿no? Quien se animara a escribirlo “lo petaba”, por volver a los neologismos de antes.)

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Nos podemos tomar todo lo que está pasando con humor, intentando sacudirnos el dramatismo impostado con el que el oficialismo catalán castiga a la ciudadanía a diario a través de sus terminales mediáticas. Pero habrá que admitir que, más allá de las bromas, algo muy serio se encuentra en este momento en juego. No me refiero a lo que el oficialismo plantea (ya saben: no pasa día en que la patria no se encuentre en grave peligro, cuando no humillada y ofendida) sino al dato de que una gran mayoría de catalanes compartan un doble sentimiento de pertenencia, catalán y español. Porque, en el fondo, la desembocadura del procés, el desenlace que fantasean quienes lo han diseñado, es que los ciudadanos de este país al final tengan que elegir entre dos dimensiones de sí mismos.

Pero aquello que algunos se obstinan en presentar como una elección es, en realidad, una renuncia, un empobrecimiento o, peor aún, una mutilación. ¿Cabe ilusionarse con una mutilación? ¿Una pérdida puede constituir el nervio de un proyecto colectivo? No parece fácil de argumentar, ciertamente. Por el contrario, frente a esto, nada hay más ambicioso, más ilusionante, que quererlo todo.

Manuel Cruz es catedrático de Filosofía Contemporánea en la UB.

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