Café de Madrid

Poner los cuernos

Hay raras ocasiones en que parece que nos volvemos testigos de la infidelidad ajena. Quizá no es un fenómeno frecuente, pero se ha vuelto común (aunque de difícil comprobación en el acto) y no es más que semillero de cotilleos o pretexto para la invención de tramas o dramas. Hablo de la sutileza con la que una señora le acariciaba la mano al mozo que acomodaba la fruta en el mercado, mientras su marido veía hipnotizado las páginas de un diario deportivo sin imaginar que entre los melones se fraguaba su encornadura y hablo del incauto que ojeaba novedades editoriales en una librería sin sentir ...

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Hay raras ocasiones en que parece que nos volvemos testigos de la infidelidad ajena. Quizá no es un fenómeno frecuente, pero se ha vuelto común (aunque de difícil comprobación en el acto) y no es más que semillero de cotilleos o pretexto para la invención de tramas o dramas. Hablo de la sutileza con la que una señora le acariciaba la mano al mozo que acomodaba la fruta en el mercado, mientras su marido veía hipnotizado las páginas de un diario deportivo sin imaginar que entre los melones se fraguaba su encornadura y hablo del incauto que ojeaba novedades editoriales en una librería sin sentir que su mujer —sin soltarle la mano— fijaba una cita con un pelmazo (quizá más fornido que el marido, pero horrendo de campeonato).

 Todo esto es pretexto para celebrar que Madrid sea vitrina o escaparate de sinfín de frases o expresiones castizas que asombran al visitante o al viajero. Damos por hecho la comprensión de todos los giros del idioma que nos une, pero a más de un mexicano le vendría bien saciar su curiosidad y preguntar de dónde viene, por ejemplo, eso de “poner los cuernos” y aquí quiero —luego de una breve encuesta por las tascas de Chamberí— ofrecer una posible comprensión.

Al parecer, en la Edad Media y esos negros tiempos en que el señor feudal ejercía “derecho de pernada” con las esposas de sus vasallos, se colocaba una cornamenta de buey o ciervo sobre la puerta de la casa del legítimo marido. Algunos autores —y contertulios de Chamberí— me informan de que en la mayoría de los casos el nefando Feudal se acostaba con la doncella el mero día de la noche de bodas y con el tiempo ha permanecido el sentido metafórico de que no es sobre el dintel de la puerta sino sobre la cabeza misma del marido donde se ven los cuernos. Lo que ha trastocado la tradición al paso de los siglos es que la novia violada por el feudal es igual de víctima que el cornudo de su recién marido, mientras que las intrépidas damas, lanzadas señoras, ardientes jóvenes o aprovechadas doncellas que hoy mismo le ponen el cuerno a sus parejas quizá no tengan pleno carácter de víctimas (a menos que descubiertos sus lances se revelaran a su vez el tedio o los horrores, el aburrimiento o la negligencia o incluso, la violencia en la que han caído sus matrimonios o vidas en pareja).

Ya no está de moda llamarle “Miura” al cornudo del barrio ni políticamente correcto hacerlo pasar de lado por el quicio de las puertas, pero hoy recordaba a un ya célebre marido engañado de Guanajuato a quien apodaban El Rinoceronte… porque su mujer le ponía los cuernos en sus propias narices.

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