JAZZ | Diana Krall

Hasta romper el hielo

Asistimos a un concierto de menos a más, correcto pero encorsetado hasta que la diva canadiense se desmelenó

La cantante canadiense Diana Krall, en una imagen de promoción.

Empezó alabando Diana Krall, como tantos otros artistas, las excelencias gastronómicas de la ciudad y la afabilidad de sus moradores, pero este ejercicio de cortesía contrastó con la belleza hierática de sus primeros minutos sobre el escenario del Palacio de los Deportes. Le cuesta entrar en calor a la diva canadiense del jazz vocal, envarada frente al piano, a disgusto con la altura de su banqueta y, lo más importante, destemplada frente al micrófono. Y así fue que el martes asistimos a un concierto de menos a más, correcto pero encorsetado hasta que la dama de la enmarañada melena rubia logr...

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Empezó alabando Diana Krall, como tantos otros artistas, las excelencias gastronómicas de la ciudad y la afabilidad de sus moradores, pero este ejercicio de cortesía contrastó con la belleza hierática de sus primeros minutos sobre el escenario del Palacio de los Deportes. Le cuesta entrar en calor a la diva canadiense del jazz vocal, envarada frente al piano, a disgusto con la altura de su banqueta y, lo más importante, destemplada frente al micrófono. Y así fue que el martes asistimos a un concierto de menos a más, correcto pero encorsetado hasta que la dama de la enmarañada melena rubia logró romper el hielo… por intermediación de Tom Waits.

Para el punto de inflexión hubo que esperar a la séptima entrega de la velada. Había transitado la mujer de Elvis Costello por el swing con impulso manouche (On the sunny side of the street), la balada preciosista (Just like a butterfly that’s caught in the rain) o la exaltación amorosa (Exactly like you) sin que se apreciaran aristas o rugosidades, amoldada a un academicismo alérgico al sobresalto. Pero los diez minutos de Temptation ofrecieron arañazos de órgano Hammond, pinceladas de electricidad, alboroto en la batería, pizzicatos del violín y hasta una consabida ronda de solos que no se hizo redundante ni exhibicionista.

Solo a partir de ahí la carnalidad le ganó la partida a la diplomacia. Llegaron Wallflower, una joya dylaniana relativamente desconocida, y parientes cercanas de aquellos primeros setenta, desde Ophelia (The Band) a un Desperado (The Eagles). Y se olvidó de sus recelos hacia los móviles, sobre los que había regañado al público, para centrarse en sus recuerdos de Oscar Peterson o Nat King Cole, que nos interesaban mucho más. Incluso llegó la hora de los bises y la discreta reina del jazz vocal aceptó frente al piano la sugerencia (East of the sun) de una aficionada. Krall bajó de lo etéreo a lo corpóreo, y salimos ganando.

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