Opinión

A propósito de Frederick Wiseman

Su forma de retratar una institución ha llegado con ‘National Gallery’ a las salas de cine cuando más falta nos hace

Hace cuatro semanas que miro si National Gallery de Frederick Wiseman resiste. Y sí, el público y el exhibidor sostienen este film que ha llegado a las salas cuando más falta nos hace: en plena crisis del Macba y en pleno hambre de conocimiento entre el público. Hambre de realidad no embrutecida. Ganas de saber, de ampliar cosas mal aprendidas, de darse sin recelos a la pantalla. De entender algo un poco más.

Por el film desfilan cuadros de los maestros antiguos de este museo legendario de Londres y a la vez ves, como si estuvieras allí, cómo funciona una catedral del arte tune...

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Hace cuatro semanas que miro si National Gallery de Frederick Wiseman resiste. Y sí, el público y el exhibidor sostienen este film que ha llegado a las salas cuando más falta nos hace: en plena crisis del Macba y en pleno hambre de conocimiento entre el público. Hambre de realidad no embrutecida. Ganas de saber, de ampliar cosas mal aprendidas, de darse sin recelos a la pantalla. De entender algo un poco más.

Por el film desfilan cuadros de los maestros antiguos de este museo legendario de Londres y a la vez ves, como si estuvieras allí, cómo funciona una catedral del arte tuneada por el merchandising, tan bien entrenada en su funcionamiento como responsable de la supervivencia y la irradiación de las imágenes. Cuadros que ha canonizado de manera global, canon que no modifica nunca sino que apuntala periódicamente con revisiones a fondo de obras muy conocidas y exposiciones fenomenales. Fundada en 1824 por artistas y mecenas y financiada en origen con dinero del tráfico de esclavos, alberga una colección capital propiedad del Estado británico. Ahora vive tiempos de recortes.

Es un film largo, como una ópera, tres horas, formato habitual en Wiseman. Algún espectador se cansa y se va, pero diría que pocos, lo pregunto a todo el que sé que lo ha visto, he hecho ir a mis alumnos y a cada uno se lo pregunto. Hay espectadores rebotados, hartos. Una buena lectora amiga me ha interrogado a fondo sobre el contenido, otros creen que le sobra media hora... Usted decide, faltaría más, pero si no la ha visto, créame, vaya corriendo.

Frederick Wiseman es un gran currante. Tiene 85 años y podría alargar más que Manuel de Oliveira, no me sorprendería. Siempre ha trabajado igual, prácticamente con la misma gente y con el mismo método. Sus relatos documentales no tienen voz narradora ni tampoco entrevistas: nadie del equipo pregunta nada a nadie, todo sucede ante la cámara, narrado por el montaje.

Filma espacios cerrados, pero también una estación de esquí. Espacios institucionales. La vida en las instituciones públicas, cómo funcionan y cómo se relacionan con el público y el público con ellas. Con más de 40 films desde el seminal Titicut Follies de 1967, rodado en un penal psiquiátrico, Wiseman ha configurado un testimonio superlativo de casi todos los órdenes de la vida colectiva, un tesoro cinematográfico y un arsenal de conocimientos para las ciencias sociales. Y sigue.

Ha retratado, y me dejo muchos, la comisaría de policía, el instituto de secundaria, el hospital, el hospital de terminales, una oficina de la seguridad social, la universidad... También ha ampliado el concepto de institución, al rodar en espacios de propiedad privada que configuran, producen y construyen el imagino colectivo, como los grandes almacenes, la estación de esquí o una agencia de modelos.

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Para ello precisa, y no lo haría de otra forma, el permiso de la institución objeto del film. Su equipo es pequeño y él, director absoluto y también montador, en el rodaje se ocupa del sonido. Es el sonidista. Filma unas doce semanas en cada lugar. Después se encierra en su taller y, durante ocho meses, edita.

Wiseman cree en la palabra. Por la palabra, por lo que dice una persona y cómo lo dice, reconoce el valor dramatúrgico de alguien entre el público o entre los trabajadores y directivos de la institución, o entre todos ellos, y hacia ese alguien dirige el sonido e indica así al cámara a quién grabar. El resultado es vibrante. La gente habla en sus films sin tapujos y calla sin tapujos. Democracia visual. Al no interactuar con nadie, el equipo pasa desapercibido y puede así captar escenas de la novela de la vida, ambigua, compleja.

Tuve ocasión hace años de asistir a dos intensas semanas de un seminario suyo sobre cine documental, en un máster de la UPF. A los alumnos les recomendaba leer novelas, muchas novelas, para identificar sentimientos y sensaciones, que de joven estás bastante pez en eso. Así aprenderían a extraer sentido de la realidad para filmarla.

Nieto de judíos rusos emigrados a Boston, Wiseman es para mí el americano más singular de los cineastas modernos de aquel país que tantos tiene. Bostoniano cabal como Las bostonianas de Henry James y la heredera de La taberna del irlandés de John Ford. Como neoyorquino intrínseco es Woody Allen, cinco años menor, que en tantos aspectos confluye con Wiseman: un film al año, control completo de la obra, poco dinero en danza, si no encuentras producción en EE UU te vas a Europa.

Wiseman ha retratado su país a través de indagar en las instituciones del Estado del bienestar y ahora documenta su crisis desatada, como en la muy actual At Berkeley (2013), filmado en este centro californiano, la universidad pública número 1 del planeta. En su cine, privilegia una posición crítica sutil, la de interrogar cada institución a través de la gente que en ella trabaja y que, como él mismo, lo hace tan bien como puede. Quién se lo cree, se pregunta Wiseman. Entre nosotros, me temo que pocos pueden en verdad creérselo. Pero vivirlo, lo podemos vivir en el cine de Wiseman.

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