Opinión

Se buscan chivatos

En Euskadi no estamos muy acostumbrados a la mendicidad. Nunca ha habido demasiados indigentes por las calles, ni siquiera en Bilbao, la única ciudad grande que tenemos. A los de provincias nos falta callo en este asunto y se nos nota la tensión de glúteos cuando un indigente nos aborda pidiendo dinero o comida. Esta torpeza no tiene nada que ver con la generosidad o la tacañería; se acerca más al miedo por desconocimiento.

Para aprender a sobrellevar estas situaciones tiene uno que hacer un máster en una ciudad grande de verdad, como Madrid o Barcelona. Allí la crudeza inunda las calle...

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En Euskadi no estamos muy acostumbrados a la mendicidad. Nunca ha habido demasiados indigentes por las calles, ni siquiera en Bilbao, la única ciudad grande que tenemos. A los de provincias nos falta callo en este asunto y se nos nota la tensión de glúteos cuando un indigente nos aborda pidiendo dinero o comida. Esta torpeza no tiene nada que ver con la generosidad o la tacañería; se acerca más al miedo por desconocimiento.

Para aprender a sobrellevar estas situaciones tiene uno que hacer un máster en una ciudad grande de verdad, como Madrid o Barcelona. Allí la crudeza inunda las calles. Es muy difícil tomarse una cerveza en una terraza céntrica sin que se acerquen tres o cuatro personas a pedir limosna y otras tantas a vender cine pirata, mecheros luminosos o saltamontes de paja.

En los últimos años, el número de indigentes se ha multiplicado hasta el infinito, y las calles se han llenado de gente que sujeta carteles insólitos en los que ya se especifica un desesperado “Ayuda; soy español”. Si tienes un mínimo de capacidad empática y sentido común, se te cerrará la boca del estómago una media de tres veces antes de volver a casa. No, ni siquiera para los más urbanitas es fácil ver el sufrimiento ajeno a pie de pista, pero es un insulto olvidar que padecerlo en carne propia es mucho peor. Esto lo sabemos hasta los de provincias, porque para saberlo no hace falta tener ningún máster. O eso pensaba yo.

Cuál no ha sido mi asombro al enterarme de que la compañía Ferrocarriles de Cataluña, que pertenece a la Generalitat, ha estrenado recientemente una aplicación para móviles que, entre otros servicios, ofrece la posibilidad de denunciar la presencia de mendigos en sus instalaciones. Como si fueran ratas molestas, uno puede chivarse, denunciar a los indigentes para que los de seguridad vengan a llevárselo. Y lo que es aún más ofensivo, si cabe: esta aplicación permite clasificar al mendigo molesto en tres categorías: vendedores ambulantes, músicos ambulantes y mendigos en general. Como para caerse de culo.

Es verdad que en el transporte público de las grandes ciudades hay muchísimos vendedores y, sobre todo, músicos. De hecho, hace ya muchos meses que es prácticamente imposible hacer un solo trayecto en el metro de Madrid sin que monte alguno con un acordeón, una guitarra o un ukelele. Personalmente, confieso que no soy muy forofa de estos músicos. Yo busco la música cuando la necesito; no me gusta demasiado que me la impongan, menos aún cuando el volumen es desproporcionado y el repertorio, cuestionable. Pero nunca, jamás de los jamases, se me ocurriría denunciarles. ¿Estamos locos? Ni a ellos, ni a los que venden pulseras, bolígrafos o boquerones en vinagre. De los “mendigos en general” mejor ni hablamos, porque sólo de decirlo me echo a temblar. El concepto es tan vago que, dependiendo de con quién nos comparen y con los tiempos que corren, podría incluirnos a cualquiera mañana mismo.

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