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El corazón del ángel

Afirmar lo universal exige sustraer lo particular. Lo universal solo se puede abordar de manera indirecta, negativa, de soslayo

El ángel no tiene ego. Esa es su magia. Vive en una mente extendida, lo que le permite conocer el funcionamiento del mundo y, al mismo tiempo, estar fuera del mundo (si lo que llamamos mundo es una mera acumulación de egos). ¿Son posibles estos seres diáfanos, a los que la energía cósmica atraviesa sin encontrar obstáculos? Los místicos creen que sí. Bueno, no lo creen, lo saben. Esa es la certeza mística. El ...

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El ángel no tiene ego. Esa es su magia. Vive en una mente extendida, lo que le permite conocer el funcionamiento del mundo y, al mismo tiempo, estar fuera del mundo (si lo que llamamos mundo es una mera acumulación de egos). ¿Son posibles estos seres diáfanos, a los que la energía cósmica atraviesa sin encontrar obstáculos? Los místicos creen que sí. Bueno, no lo creen, lo saben. Esa es la certeza mística. El místico ha vivido, de modo súbito y deslumbrante, la experiencia del ángel, la vivencia de la unidad de todas las cosas sostenida por el amor. Una experiencia que honrar, proteger y asimilar, algo que no es fácil ante el asedio insistente de la vanidad, del ego.

El ángel carece de personalidad. Es constantemente otro, incluso respecto a sí mismo. No coincide consigo mismo sino con su tarea. No es hombre ni Dios, sino un tránsito entre ambos. Los ángeles son los peldaños que vio Jacob, la célebre escalera. Han de ser temidos, pero trasmiten la fuerza para aguantar su presencia. Integran legiones jerarquizadas, cuya espada puede cortar sin pestañear el árbol de la vida. Destruyen al dragón y lo hacen con gusto. El destino del mundo depende de ellos. Los ángeles necesitan tanto a los hombres como los hombres a los ángeles. Unos y otros participan de una lucha cuyo sentido último desconocen.

La Edad Media hizo proliferar la angelología y abusó de ella. El Renacimiento recolocó al hombre en la cumbre de los seres creados. Y el mundo moderno desterró a los ángeles al laberinto oscuro del inconsciente. Hoy vuelven con fuerza (ya saben, lo que se entierra precipitadamente suele regresar). Newton, el último medieval y el primer moderno, concibió unos ángeles particulares. Lo cuenta el historiador de la ciencia Simon Schaffer. Los movimientos celestes y el orden cósmico son sostenidos y ajustados por estos newtonian angels, encargados del mantenimiento de la mecánica cósmica. Newton defiende una naturaleza gobernada por leyes matemáticas, pero, en su correspondencia con Richard Bentley, admite que la estabilidad del sistema solar requiere de intervenciones angelicales. Los ángeles son compatibles, en los detalles, con la visión matematizada del universo. Kurt Gödel confirmará siglos después este supuesto: las matemáticas son una ciencia inexacta, llena de intuiciones y abierta a lo irracional. Hay hermosas demostraciones visuales de por qué π es un número irracional. Para mantener el orden son necesarios ángeles. Cualquiera que viva en una comunidad de vecinos lo sabe. Todo esto quedó olvidado con la mecánica de Laplace, que acabó con los ángeles newtonianos y postuló la autosuficiencia de leyes deterministas. Los ilustrados lo creyeron a pies juntillas y los ángeles se esfumaron.

El mucho estudio no acerca al ángel. Conforme el entendimiento va entendiendo, se aleja de lo divino. Eso decía el poeta y carmelita Juan de la Cruz, un monje familiarizado con el Incomprensible

El mucho estudio no acerca al ángel. Conforme el entendimiento va entendiendo, se aleja de lo divino. Eso decía el poeta y carmelita Juan de la Cruz, un monje familiarizado con el Incomprensible. Los llamados “carismas menores” (telepatía, precognición, visión extraocular, bilocación) son otro enredo del ego, aunque esta vez en los mundos sutiles. Margarita Porete lo apunta en El espejo de las almas simples (Siruela). Mucho antes lo había dicho Buda en el Dhammapada (edición ilustrada de Errata Naturae). Roberto Esposito recorre la lucha con el ángel en Los rostros del adversario (Herder). Elisabet Riera vuela junto a estas criaturas divinas en Los alados. Teresa de Ávila estaba especialmente dotada de carismas menores. Nos lo cuenta Luce López-Baralt en Mucho me atrevo, editado por el Ayuntamiento de Ávila. Teresa tenía el don de la precognición, la bilocación, las visiones de difuntos y la mediumnidad. Juan de la Cruz experimentaba la telepatía con frecuencia. Cuando hay mucho amor, hay telepatía y bilocación. Es la magia de Eros, que tiene alas. Sus caminos están hechos de aire. Por eso el amor eleva y el odio entierra. Las criaturas aladas son el eslabón entre nuestro mundo y el cielo. Las mariposas, que han sido gusanos, llevan en las alas dibujos de estrellas. Los místicos dicen que hay más ángeles que granos de arena en las playas o estrellas en el cielo.

Todos estos fenómenos están todavía alejados de la experiencia unitiva, que a veces asoma, de modo breve y relampagueante, en el viaje psicodélico. La experiencia unitiva no es siempre serena, es una experiencia dinámica, un torbellino. Teresa se confiesa aturdida y no habla de “endiosamiento” como hace su director espiritual. En términos hindúes, se trata de la experiencia de prakriti, es decir, permite vislumbrar los engranajes de la maquinaria cósmica. Se confunde con la visión de Dios, cuando es sólo el aspecto dinámico de lo divino. Permite advertir cómo de la vibración original surge la luz. Del sonido la figura, y con ella la palabra y el símbolo, que permiten los distingos del conocimiento científico. En sus experiencias de “luz no creada” la actividad del metabolismo baja y Teresa parece muerta, se siente cómoda e íntimamente corporal. Se transforma en aquello que conoce. El amor que experimenta no consiste en poseer. Es justo lo contrario, un arte del desprendimiento y el reconocimiento. Un despojarse y apartarse. El amor genuino se abre a todo aquello que sobrepasa al yo. Porete es rotunda:

“Una habrá de reducirse, cercenarse y recortarse para dar mayor amplitud al lugar donde querrá habitar el amor”. La mística recuerda el vínculo secreto entre amor y negación, bien conocido en las upanishads. Una asociación que se remonta en Occidente a Dionisio Areopagita. La ascensión se realiza a base de negaciones, a base de eliminar y abstraer. Una ascensión inductiva (frente a la deductiva, que es afirmativa y descendente) permite acceder al “desconocimiento” y “contemplar la oscuridad esencial que queda oculta por la luz de todo lo que existe”. Afirmar lo universal exige sustraer lo particular. Lo universal sólo se puede abordar de manera indirecta, negativa, de soslayo. Sólo así se desvela lo que queda oculto tras el velo del conocimiento. Molinos, del que hablamos el mes pasado, confirma esa intuición: hacer sitio “para que Dios sea en ti”. Una oquedad que precisa aniquilar la memoria, el entendimiento y la voluntad. Lo que uno sabe, lo que uno recuerda y lo que uno desea. Un desafío enorme para una civilización erigida sobre el culto al individuo y la personalidad. No es de extrañar que sujetos como Porete o Molinos fueran quemados o encarcelados a perpetuidad. Ángeles desterrados de una civilización que ahora regresan.

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