‘Keeper’ y el fracaso del juego que podría haber sido una exitosa película de Pixar
La nueva obra de Double Fine tropieza con el calendario y lo estrambótico de su propia propuesta, tan rompedora como difícil de vender
A finales de octubre llegó un juego pequeño y especial que ha pasado desapercibido en casi todos los foros. Se trata de Keeper, una creación de Double Fine (el estudio detrás de la atrevida saga Psychonauts), cuya premisa conviene sentarse antes de leerla: El juego no tiene diálogos y en él el jugador encarna a un faro (de los que alertan a los marineros) viviente que despierta miste...
A finales de octubre llegó un juego pequeño y especial que ha pasado desapercibido en casi todos los foros. Se trata de Keeper, una creación de Double Fine (el estudio detrás de la atrevida saga Psychonauts), cuya premisa conviene sentarse antes de leerla: El juego no tiene diálogos y en él el jugador encarna a un faro (de los que alertan a los marineros) viviente que despierta misteriosamente en una isla onírica. Acompañado por un enorme pájaro verde llamado Twig, el faro, con sus nuevas cuatro patas similares a las de los cangrejos, debe atravesar enormes paisajes transformados por una extraña corrupción mientras asciende hacia la montaña central del mapa para descubrir el secreto de todo.
Vaya por delante que Keeper es un buen juego. No es el magnificente Journey, no es el reciente Sword of the Sea, pero es una refrescante experiencia estética digna de invertir cuatro horas de tu vida. Cuatro horas en las que uno permanece tan absorbido por la propuesta como fascinado por la valentía de su premisa. Y, sin embargo, Keeper ha sido un fracaso sonado.
Ha sido un fracaso por varias razones. En primer lugar, a lo estrambótico de la premisa se añade la pertinencia del formato: una propuesta tan basada en lo estético y en la que la interacción es tan limitada, ¿No habría funcionado mejor como película, y no como juego? A priori, una aventura sobre un faro con patas que recorre el mundo acompañado por un pájaro gigante, y que con su luz disipa las tinieblas, no desentonaría como premisa de una película muda estilo Flow, o incluso (sobre este tipo de premisas se auparon para convertirse en referente creativo del mundo entero) como la posible nueva película de Pixar.
Pero volviendo a la experiencia interactiva en sí, Keeper es un juego que de buenas primeras no da ganas de jugarlo a todo el mundo. La valía artística es encomiable, pero por decirlo mal y pronto es poco juego, porque las mecánicas son mínimas y a veces complicadas de sublimar. En la segunda mitad pisa el acelerador, pero durante sus primeros compases el juego es lento, el andar del faro es torpe (mala idea en un juego que va de ver a un faro caminar) y en general tiene poca consideración con el nuevo jugador.
En el terreno corporativo, muchos han señalado también la incompetencia de Microsoft a la hora de dar relevancia a sus títulos propios. En octubre llegaron dos de los peces gordos de este año para game Pass: Ninja Gaiden 4 y The Outer Worlds 2. Y este noviembre Call of Duty: Black Ops 7. Entre esos colosos, de tapadillo, Keeper, que como metáfora del propio juego no está mal pero como estrategia comercial da para recapacitar un poco.
Hay atenuantes, porque hay otro factor a tener en cuenta: la reciente subida de precios del Game Pass ha propiciado que mucha gente se dé de baja del servicio bajo demanda de Microsoft, por lo que es comprensible cierta premura a la hora de sacar títulos para compensar. Pero esto se ha hecho en detrimento del genuino espacio de aireo que toda obra creativa merece; esos primeros días en los que se van viendo las reacciones iniciales y el boca a boca puede surtir efecto. No es algo que solo haya afectado a Keeper, pero es evidente que con este título se ha cebado. Es posible que esta premura sobrevenida sea el veneno que esté acabando con todo el ecosistema cultural tal y como lo conocíamos, pero es una pena que por el sumidero de la historia se vayan cosas como Keeper y otras tantas propuestas arriesgadas que, en el ajetreado mundo en el que vivimos, corren el riesgo de tropezar. Un riesgo que, lógicamente, se multiplica si el que camina es un faro mudo.