‘Ghost of Yōtei’: ¿estamos produciendo demasiados juegos de samuráis?
El juego no rompe los moldes del género, pero con oficio, ambición visual y una historia centrada, saca adelante una estupenda secuela
Cuando Ghost of Yōtei era apenas un anuncio, muchos lo vieron como el heredero lógico de Ghost of Tsushima, algo que también es un peligro, pues la sombra de su predecesor se asemejaba a una montaña japonesa que había que escalar sin perder identidad. Publicado en 2020, Ghost of Tsushima triunfó con su ambientación en el Japón feudal del siglo XIII, durante la invasión mongola de la isla de Tsushima. Y alejado de propuestas más fantásticas como Sekiro (2019) o como algunas entregas de Assassin´s Creed, Thsushima pretendía hacer un juego de acción con valores cinematográficos muy cuidados.
Tsushima se ganó un lugar en el corazoncito de los jugadores de la pasada generación, y en esta secuela espiritual muchos de los elementos que hicieron de Tsushima uno de los mejores juegos de su año (el afán cinematográfico, la kinestesia de la violencia, los paisajes y la envolvente atmósfera) siguen ahí. Otros no: ya no estamos en la isla de Tsushima ni en las campañas del samurái Jin Sakai, sino en la región de Ezo, bajo el Monte Yōtei, trescientos años después. Con todo, el gran cambio es ontológico: el protagonista ya no es un héroe colectivo, sino una figura solitaria, Atsu, una ronin consumida por la venganza. Y ese viraje del juego, de epopeya de resistencia a crónica íntima de dolor, dota al proyecto de un nuevo aire trascendente que le sienta muy bien.
A nivel jugable, este exclusivo de PS5 no reinventa la rueda, pero pule y extiende lo que ya funcionaba. El combate, con más armas —katana, odachi, kusarigama, incluso armas de fuego— busca una mayor variedad. Y aunque la IA enemiga a ratos se siente desfasada ante la fluidez del jugador, todo sabe a más. Y donde Yōtei brilla sin discusión es en lo estético y en la puesta en escena: el paisaje helado, la naturaleza salvaje, los juegos de luz y clima, todo esto habla de nuevo de una ambición cinematográfica tan grande como efectiva. Esa capacidad de sumergir al jugador en Japón feudal, no solo como escenario sino como fantasma que respira, es el gran logro artístico del juego.
El viaje de Atsu tiene altibajos, y ciertas misiones secundarias caen en los clichés de mundo abierto (aquí tenemos que vengarnos de los seis miembros de un clan en el orden que escojamos). Pero la fuerza emocional de los momentos bien construidos —la venganza, la memoria, el fantasma interno— compensa muchas de las irregularidades de la obra de Sucker Punch. Y su presupuesto es moderado (de nuevo, un juego que ronda los 60 millones de dólares), lo cual indica que el estudio no cayó en la famosa espiral de costes descontrolados que tanto daño ha hecho.
Yōtei no romperá los moldes del género, pero reafirma la idea de que con oficio, ambición visual y una historia centrada se puede sacar adelante una secuela que se siente a la vez igual y distinta. Es triste decirlo, pero lo que más le pesa a Yōtei es que puede quedar desdibujado por ese reciente miasma en el que entran Ghost of Tsushima, Rise of the Ronin, Nioh y sus secuelas, Assassin´s Creed: Shadows y otros juegos de samuráis estéticamente similares y que corren el riesgo de confundirse (a priori) unos con otros, haciendo que el jugador caiga en una especie de valle inquietante en el que no sabe muy bien cuál elegir. Quizá deberían elegir este, porque si Tsushima señaló un horizonte, Yōtei lo reclama como propio.