Museo de Cuenca: presagios de modernidad
Una exposición en Madrid rinde homenaje a aquella experiencia pionera que presentó al mundo una nueva vanguardia española. Otra en Cuenca revisa la obra de Jordi Teixidor, muy vinculado a la historia del centro
Seguramente se trata de mucho más que una exposición. O de dos, para ser exactos, ambas ligadas a un museo tan sorprendente como se pueda imaginar, el Museo de Arte Abstracto Español, instalado en las Casas Colgadas de Cuenca, impresionantes arquitecturas medievales que se enfrentan al abismo sin miramientos. El proyecto, iniciativa del artista Fernando Zóbel en 1966, se concretó en este lugar fuera del tiempo incluso hoy —casi del es...
Seguramente se trata de mucho más que una exposición. O de dos, para ser exactos, ambas ligadas a un museo tan sorprendente como se pueda imaginar, el Museo de Arte Abstracto Español, instalado en las Casas Colgadas de Cuenca, impresionantes arquitecturas medievales que se enfrentan al abismo sin miramientos. El proyecto, iniciativa del artista Fernando Zóbel en 1966, se concretó en este lugar fuera del tiempo incluso hoy —casi del espacio— tras una decisión que, vista en perspectiva, estaba llena de presagios. ¿Qué si no puede llevar a un intelectual transformado en artista, tan cosmopolita como Zóbel, a regresar a aquella España triste, a dejar la Universidad de Harvard para instalarse en un lugar recóndito y bellísimo? Pese a todo y esto fue parte del éxito del proyecto, Harvard —en tanto que aspiración moderna norteamericana— seguía instalada en el sofisticado domicilio de Zóbel con muebles vanguardistas; alojamiento de una extraordinaria biblioteca, surtida con publicaciones extranjeras y volúmenes de caligrafía china —una de sus grandes pasiones—; libros imposibles de conseguir en España entonces; una biblioteca con aspiraciones públicas, refugio de estudio para los artistas que fueron creando una comunidad compacta, “los abstractos de Cuenca”, suma de generaciones: sus cómplices primeros Torner y Rueda, Millares, Saura, Chillida, Sempere, Guerrero, Muñoz, Canogar, Teixidor, Sevilla….
En aquellos años oscuros, el Museo de Cuenca fue un referente; el museo de un artista para artistas, que es tanto como decir un lugar de encuentro y de discusión; una casa; un horizonte de libertad reflejo de aquel paisaje igualable, ese que el visitante puede contemplar desde el propio edificio: respirar al fin. El Museo de Cuenca resultó ser mucho más que un museo, sí, pero consiguió al tiempo ser un museo en primer lugar. Además de un escenario de encuentro se convirtió en el escaparate para hablar al mundo de una vanguardia española decidida, pese a las circunstancias políticas adversas para cualquier tipo de modernidad. No se trataba de acciones puntuales de artistas o grupos de artistas, ni siquiera de las estrategias desde el poder al llevar a los abstractos a la Bienal de Venecia en un alarde de ser modernos, tal vez porque la abstracción se percibía, incluso en Estados Unidos después de la Segunda Guerra Mundial, alejada de toda implicación política. Aprovechando sus inmejorables contactos, Zóbel —fenómeno parecido al de César Manrique en Lanzarote por los mismos años— visibilizó al Museo de Cuenca. El mismo año de inaugurarse lo visitaba el entonces director del MoMA, Alfred H. Barr, quien lo definió en una carta como “el pequeño museo más bello del mundo, en el que se produce un notable equilibrio entre pintura, escultura y arquitectura”.
El interés de ambos proyectos va más allá de su valor en sí mismas. Las muestras invitan a revisitar el propio concepto de modernidad y los vericuetos que siguió para su llegada a España
El pequeño museo más bello del mundo es el título de la muestra que está a punto de clausurarse en la sede de la Fundación Juan March de Madrid. En ella se han mostrado, durante esta primavera, algunos de los fondos del Museo de Arte Abstracto tras su periplo por diversas sedes internacionales, aprovechando los trabajos de mejora en el acondicionamiento del museo de Cuenca, que Zóbel legó en 1981 a la dicha fundación junto con sus colecciones. La otra muestra, en cierta estela de continuidad simbólica, se podrá ver este verano en Cuenca. Se trata de la primera retrospectiva de la obra sobre papel de Jordi Teixidor, artista muy vinculado al Museo de Cuenca del que fue también conservador (otra vez, la idea de un museo de artistas para y por artistas). En la muestra se exhiben más de 200 obras ejecutadas entre 1963 y 2022 que desvelan las bellas series, cambios estratégicos en el color, la aparición de los monocromos y el resto de transformaciones que va construyendo la trayectoria de Teixidor. No obstante, una de las sorpresas especiales del proyecto es develar algunos de los secretos fascinantes al aproximarse a un creador: los cuadernos de apuntes, a los cuales se suman algunos tempranos dibujos académicos de Teixidor que permiten mirar su abstracción con una mirada otra.
El interés de ambos proyectos, de ambas exposiciones, va más allá de su valor en sí mismas, indiscutible. Las muestras, a partir de su relación con el Museo de Arte Abstracto de Cuenca, invitan a revisitar el propio concepto de modernidad y los vericuetos que siguió para su llegada a España, un país anclado en un tiempo detenido durante décadas. Un país en el cual, incluso en el año 1981, momento en el que el museo de Cuenca pasa a estar dirigido por la Fundación Juan March, no tenía museos sólidos de arte del siglo XX. El propio Centro Nacional de Exposiciones —embrión de cambios en las comunidades y dirigido por Carmen Giménez— se consolidaba a partir de 1985 tras la primera muestra institucional de Juan Gris en España.
Fueron largos años de carestía vanguardista, ausencias que hoy nos parecen un mal sueño, salpicado el país entero con museos de arte contemporáneo, espacios expositivos, centros públicos, corporativos y privados… Por ese motivo —y por la calidad de sus propuestas— fue básico el papel que jugó la Fundación March al presentar en enero de 1975 Arte ‘73, una muestra sobre abstracción española que también llegaba después de un periplo por varias ciudades para inaugurar el edificio de la calle Castelló de Madrid. A esta le siguieron muchas propuestas míticas, como Picasso en 1977 o la primera exposición de Rauschenberg en 1995, o tantas que hoy sería imposible repetir.
La dedicada a Joseph Cornell, que recordamos con deleite quienes pudimos verla en 1984, desvelaba delicadas cajas y collages complicados de trasladar ya por su extrema fragilidad. O Mondrian, en enero de 1982, cuya exposición, como en el caso de Teixidor y los tempranos dibujos académicos, empezaba con paisajes figurativos hasta llegar a las abstracciones neoyorquinas, paisajes urbanos inspirados por Broadway. El papel de la March fue, así, tan esencial como el del Museo de Cuenca para las generaciones sumergidas en un país de tinieblas, buscándose aún en los años ochenta. Por ese motivo se advertía cómo se trataba de mucho más que de dos exposiciones. A través de ellas podemos recordar quiénes fuimos: simples presagios de lo moderno.
‘El pequeño museo más bello del mundo’. Fundación March. Madrid. Hasta el 30 de junio.
‘Jordi Teixidor. El papel de la pintura’. Museo de Arte Abstracto Español. Cuenca. Hasta el 22 de septiembre.
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